De la vida cotidiana – Unas sandalias gastadas, un auxilio en plena pandemia, una mirada sincera y un cepillo de dientes. Cuatro experiencias que en su sencillez y cotidianeidad despiertan gestos profundos.
Recogidos por la redacción
Lo que vale es amar
Desde hace tiempo me ronda con fuerza en la cabeza la idea de amar. El amor es lo que importa, poder ser un canal a través del cual el amor llegue a quienes tengo cerca o se cruzan en mi camino. Comparto dos breves experiencias con respecto a eso: En la calle donde vivo, las personas que cuidan los autos ya me conocen, incluso me confían situaciones personales, quizá porque saben que intento vivir como cristiano. Y son muchachos que están muy atentos a lo que pasa a su alrededor, tanto que me hicieron notar que había un joven que dormía en un banco de la plaza, apenas “vestido” con una bolsa de consorcio, debajo de una persistente llovizna. “Algo tenemos que hacer”, me dijeron.
Sin dudar subí a mi departamento y, convencido de que en ese hombre estaba Jesús, elegí buena ropa. No podía darle el descarte. Tomé un lindo buzo que había usado muy pocas veces y una campera en perfectas condiciones, más algún pantalón, y con los hombres que cuidan los autos nos acercamos a entregarle las prendas. También le dimos un poco de dinero para que pudiera comprarse algo para comer.
Otro día, en una de mis habituales visitas junto a otros voluntarios y voluntarias del Movimiento de los Focolares a los presos en la Alcaldía de Avellaneda, una localidad de la provincia de Buenos Aires, uno de ellos me comentó que hacía tiempo no se lavaban los dientes porque no les daban dentífrico ni cepillos. Me conmovió que carecieran de elementos tan básicos para la higiene personal y a la visita siguiente fui con varios de estos elementos.
Sé que son pequeños actos, pero en el fondo de mi corazón resuena: “aquello que hiciste con el más pequeño, lo hiciste conmigo”.
por Julio Hecimovic
Irradiación colectiva
Debido a algunos cambios internos en el Centro Social Nuevos Horizontes necesitábamos amueblar completamente la casa del sereno. Este centro está situado en Punta Alta (provincia de Buenos Aires), a 20 kilómetros de Bahía Blanca, mi ciudad. La necesidad comenzó a circular y la Providencia se manifestó concretamente a través de miembros de la comunidad. Luego había que llevar las cosas, y me puse a ver quién podía ayudarme para hacer el traslado con mi camioneta. Comencé buscando entre los más cercanos, amigos con los que comparto el ideal de la Unidad pero a varios se les complicaba la tarea. Pedí ayuda a un compañero de trabajo, llamado Luis, y luego de explicarle brevemente la situación, enseguida dijo que sí.
Fuimos juntos a visitar a distintas amigas del Movimiento de los Focolares. Primero pasamos por lo de Elsa Cisneros. Cuando subimos a la camioneta, después de la visita, Luis me dijo: “Jefe (Luis es peruano y le dice así a todo el mundo), esta chica te saluda con la vista, te mira de una manera que te hace sentir bien”. Luego fuimos a lo de María Inés Perrín, a cargar una mesa. Al volver a subir a la camioneta, Luis me dijo nuevamente: “Qué pinta de buena gente que tiene esta mujer, ¡qué paz que me transmite!”. Finalmente fuimos a lo de Virginia Spinelli. Ya a esta altura, Luis me manifiesta: “Jefe, ¿todas las mujeres que conocés son tan buenas? Se nota que son las tres excelentes personas”. Fuimos a llevar los muebles al Centro Social y mi compañero quedó impactado por lo cuidado que estaba el lugar.
Sin dudas, Luis tiene una sensibilidad especial; es católico, aunque no practicante asiduo, y pocos minutos de contacto bastaron para conmoverlo. De mi parte, desde el principio fue una bellísima experiencia poder ver la manifestación de la Providencia concreta y luego agradecer a Dios por esta inesperada irradiación colectiva, con estas pequeñas células de ambiente ocasionales.
por Pablo Bosso
La escucha como expresión del amor recíproco
Tengo ochenta años y padezco artritis reumatoidea. Con motivo de la pandemia me acostumbré a hablar con mi extensa familia por Whatsapp, y me dije a mí misma: hay muchas personas en mi condición que necesitan un llamado para ser escuchadas. Entonces armé una pequeña lista de personas. Con alguna, muy cercana, nos veíamos al aire libre en una plaza, y a otras que no podían movilizarse les envié pequeños materiales para que pudieran hacer algo. Compré lápices de colores y hojas borrador, lana y una carpeta para que coleccionaran recetas de cocina. Últimamente mis hijos me pidieron que jugara con un nene de seis años que tiene cierta discapacidad. Pensé entonces: ¿qué puedo hacer? Y luego sentí que algo podía dar, ya que a lo largo de muchos años aprendí a socializar e integrar a estos niños a través de un nieto que tengo con la misma problemática. También en estos tiempos de pandemia ayudé a muchos vecinos, y especialmente a un matrimonio evangelista, con todos los trámites que tenían que resolver por Internet, ya que no manejan la computadora. Finalmente, mis colegas me dieron una gran alegría, porque en esta Pascua me dijeron que compartirla conmigo les daba un nuevo sentido a la celebración y a sus vidas. No era lo mismo si no estábamos juntas. Ahí vi la mano de Dios, porque pudieron descubrir que es él quien me mueve a vivir así, con dificultades pero con todo el amor, con una aceptación y respeto mutuo de mi fe.
por María Marta Valdettaro
Den y se les dará
Soy mamá de una niña de 10 años. Siempre he intentado educar con el ejemplo acerca del compartir nuestros bienes, pero a mi hija le resulta aún difícil desprenderse de una prenda o juguetes, y pensar que alguien más podría disfrutar de ellos. Sufre y se enoja cada vez que me ve hacerlo. Ayer sacó de su placard un par de sandalias que ya le quedaban chicas y estaban algo gastadas, pero que con un mínimo arreglo podrían ser usadas por alguna otra niña. Su intención primera fue dar las sandalias a nuestra perra, para que jugara. Le expliqué que aún alguien podría darles uso y le propuse ofrecérselas a la señora que nos ayuda en casa, para una de sus nietas. No con buena cara, pero en silencio, aceptó la propuesta. Las limpié y las entregamos. Pasados unos minutos, una voluntaria me avisó que pasaría a dejarme algo para mi hija y para mí. De regreso a casa, ya de noche, abrimos la bolsa y nos encontramos con unas botas de invierno preciosas, del talle de mi hija. “¿Viste? –le dije– cuando damos, la Providencia llega”. Ella me contestó: “¿Viste, mamá, que esta vez no protesté cuando me pediste darlas?”. Yo le respondí: “¡Claro! Y Jesús lo sabe”. A veces, como mamá, me preocupo demasiado y no descanso en este Dios Amor que siempre nos sale al encuentro. Hoy le dimos juntas gracias a Jesús.
por Natalia Betoño