Catar 2022

por Nicolás Lulo (Argentina)

Comenzó a rodar la pelota en la Copa del Mundo. No solo inició la vigésima segunda edición del evento futbolístico más importante del mundo, sino que también se abrieron las puertas de Catar para que arriben miles de hinchas y fanáticos de todo el planeta con la excusa de ver fútbol pero también con el propósito de abrazar la otredad: ese encuentro con el otro, con lo distinto y con lo ajeno. En definitiva, este fenómeno se trata de un intercambio sociocultural que trasciende el ámbito deportivo y pugna por celebrar la pluralidad de nacionalidades, etnias e idiomas que abarcan este vasto mundo.

La forma más fiel y sincera de aproximarme a lo que significa realmente esta experiencia la encuentro a través de una anécdota vivida en un tren en Rusia, mientras se disputaba el Mundial 2018.

Me encontraba solo. Iba desde la gigantesca Moscú hacia la pintoresca ciudad de Kazán para presenciar mi primer partido mundialista. Jugaba Francia con Australia y yo estaba extasiado de felicidad. Era un viaje de 12 horas. Fui al vagón comedor para almorzar algo y me senté frente a la ventana, contemplando el paisaje. De repente, Shelly, un australiano con raíces aborígenes me interpela con un tono amistoso: “¿argentino?”.

Mágicamente ahí comenzó todo. Me presentó a su compañero de viaje, Alaín, y compartimos unas cervezas mientras hablábamos como si nos conociéramos desde hace años. Al rato, entre risas que iban y venían, apareció Ruslan, un moscovita grandote y de aspecto muy serio que estaba viajando solo. Nos preguntó algo que no recuerdo y se sentó con nosotros. Pocos minutos después aparecieron Olga y Maxim, una pareja de Siberia de lo más extrovertida. Estuvimos los seis hablando y riendo juntos durante horas. Pocas veces el tiempo me pareció tan efímero como aquel día. Y pocas veces me sentí tan acompañado estando con completos desconocidos.

Arribamos a nuestro destino y ninguno atinó a separarse del resto. No fue un acto reflejo, fue un acto de fraternidad. Personas de tres continentes distintos, que hablaban tres idiomas diferentes y que no se habían visto jamás en sus vidas. Así y todo, no existían barreras ontológicas, étnicas ni idiomáticas de por medio. Ruslan nos habló sobre la tradición de la hospitalidad rusa y nos regaló a cada uno una tubeteika, un gorro verde típico de aquella región del país. Nos los pusimos con orgullo.

Desfilamos las calles de la ciudad, cada uno llevaba una sonrisa en la cara y el sombrero en la cabeza. Visitamos iglesias, monumentos y nos sacamos un sinfín de fotos. Nos  dividimos recién al momento de entrar a la cancha: cada uno fue al sector que le correspondía. Al concluir el partido volvimos a juntarnos de inmediato. Nos fuimos a un bar y nos pasamos largas horas conversando sobre todos los temas habidos y por haber. Finalmente, llegó el momento de separarnos. Caras largas y gestos de desgano inundaron el ambiente. Nos conocíamos desde hacía horas pero parecía una amistad de toda una vida. Así es un Mundial y así es viajar: encuentros y desencuentros constantes.

Durante el tiempo que estuvimos juntos, paradójicamente (o no) el fútbol fue el único motivo que nos separó. Y quizás esto refuerce la premisa de que el deporte es la excusa, pero el principal propósito en todo esto es el deseo de comulgar con el otro. De ubicarnos en un mismo plano, abrazar nuestras diferencias, celebrar la vida y hacer de la Copa del Mundo una fiesta mundial •

Una fiesta mundial
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Un comentario en «Una fiesta mundial»

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