Aprendamos juntos a ser padres e hijos – Existe un estrecho vínculo entre la madurez de la persona que se siente deudora de la vida y libre en el saber y el conocimiento, y el niño pequeño que siempre está sediento de novedades y descubrimientos. Quizá por eso dice Jesús: “En verdad les digo que si no se convierten y se hacen como niños, no entrarán en el reino de Dios”.
Por Ezio Aceti (Italia)
La madurez es una meta abierta que se extiende sobre los horizontes de la vida, para penetrarla cada vez más con la flexibilidad mental de quien comprende que la persona es tal no porque sea perfecta, sino en la medida en que siempre se cuestiona parte de la humanidad en marcha, hermana y hermano de todos, con la posibilidad de determinarse gracias al hecho de que siempre se puede mejorar, levantarse después de cada error, alegrarse de la belleza de los demás, sufrir las penas propias y ajenas. En definitiva, vivir con el corazón.
Entendemos el corazón como la centralidad de la persona, como la dimensión más verdadera e íntima, la sede de la “compasión”, es decir, de ese sentimiento tan importante para vivir al lado de todos. Cada uno de nosotros, con su propia historia, puede alcanzar la madurez si es capaz de realizar dos grandes operaciones:
Llegar a ser dueño de sí mismo: Es decir, ser capaz de determinarse y gobernarse a sí mismo, a sus propias emociones, instintos y sentimientos, que sirven para mantenerse vivo en todo momento, participando en todos los acontecimientos de la vida, tanto agradables como desagradables. Este dominio se produce a través de un proceso y un camino que la persona emprende haciéndose cada vez más presente a sí misma y a los demás.
Ser capaz de amar: El desarrollo de la propia sociabilidad es capaz de transformarse en un bien mayor. De hecho, nuestra sociabilidad progresa a través de experiencias concretas de relaciones que se hacen cada vez más auténticas y verdaderas, y al mismo tiempo se inclinan hacia la donación de sí.
La persona madura descubre que forma parte de la humanidad no en un sentido amplio e ideológico, sino concretamente, ontológicamente, porque, como decía a menudo el gran filósofo judío Emmanuel Levinas (1906-1995), “ya no hay un yo, sino que es el otro el que me hace existir”. Por eso la mirada del otro es un reflejo de mí mismo y sólo a través de esta mirada puedo comprender quién soy. De aquí se deduce que el acto más inteligente para cada uno se produce cuando se ama al otro para hacer no sólo el bien para los demás, sino también para uno mismo. También sabemos que ser maduro no significa haber alcanzado la meta en la vida, sino que es la condición para seguir descubriendo la novedad de la existencia.
De hecho, existe un estrecho vínculo entre la madurez de la persona que se siente deudora de la vida y libre en el saber y el conocimiento, y el niño pequeño que siempre está sediento de novedades y descubrimientos. Quizá por eso dice Jesús: “ En verdad les digo que si no se convierten y se hacen como niños, no entrarán en el reino de Dios” (Mt 18,3-4). Porque el reino de los cielos es el reino de la luz, de la novedad, de la belleza, de la inocencia, del amor.
Y es por esta razón que, durante el viaje hacia la madurez e incluso más allá de la plenitud de la propia persona, uno toma conciencia de que hay “Otro Lugar”, que nos atrae hacia la transformación plena.
Dios cercano
La dimensión trascendental no es, por tanto, aferrarse a la potencia de Dios porque uno se siente débil o, como decía Freud, la proyección de las propias debilidades para invocar la protección de un Dios, sino la espera de un encuentro entre el Creador y la creatura. Un encuentro que ya se ha producido, puesto que Dios ha recorrido casi todo el camino para entrar en nosotros, pero que continúa en una dimensión cada vez más envolvente.
El testimonio religioso no es, pues, otra cosa que el testimonio de Dios que nos espera y nos atrae. En efecto, el amor de Dios habita en lo más profundo de cada uno de nosotros con el deseo del amor que Dios ha puesto en nuestro corazón. Debemos entonces responder concretamente a esta invitación. Pero cómo. De dos maneras muy concretas:
1) Estando con Jesús: encontrándonos con Él a través de la oración o la meditación personal y comunitaria, y la misa. Es un hábito que nos lleva a la santidad y a la ternura del amor de sentirnos amados
2) Abrirnos a los demás: descubrir en el rostro de nuestras hermanas y hermanos la misma llamada de Jesús que abre nuestra intimidad al amor mutuo.
Si hacemos esto, nuestro corazón estallará de alegría •