Confiar en Dios a través del hermano

Testimonios de la vida cotidiana – Tres experiencias concretas reflejan cómo la confianza en un Padre providente nos ayuda a superar nuestros temores, sabiendo reconocerlo y amarlo en el prójimo.

Recogidos por la redacción

La fe en compañía

Supe de la existencia del Movimiento de los Focolares hace más de 20 años cuando conocí a Mariela, pero no tenía claro de qué se trataba. Para mí era lo mismo que ella me dijera que era focolarina, numeraria del Opus Dei o monja frustrada. Como creía que nunca me iba a enganchar con la Iglesia, no le daba importancia.

Yo había sido bautizada, tomado la comunión y la confirmación, y había hecho la escuela primaria en una escuela religiosa, pero a partir de la adolescencia comencé a alejarme, y mi camino espiritual continuó por el lado de la new age con el yoga, reiki y mindfulness.

Hace cinco años sufrí un ACV que cambió radicalmente el curso de mi vida y la manera en que comencé a vivir la espiritualidad.

Mariela siempre estuvo a mi lado y me acompañó para sanar mi espíritu en muchísimas ocasiones y me despertó la necesidad de acercarme al Movimiento de los Focolares. Luego de varios encuentros pude sentir que aquí la presencia de Dios se manifiesta en el amor concreto, y me hizo reconocer que Él es mi fortaleza, que siempre estuvo conmigo protegiéndome como un padre y una madre.

Suelo decir que “la cruz” del ACV vino con la gracia de la fe y la oportunidad de conocer al Padre, y que este proceso de sanación que estoy transitando no está sanando sólo mi cuerpo, sino también mi alma.

Siento que este reencuentro con nuestro Padre me ha hecho más humana, libre, comprensiva y amorosa con mis hermanos.

La fe me está enseñando a ser pobre de alma y a confiar en el mañana, sabiendo que mi presente y mi futuro es controlado por el Espíritu Santo.

Si antes las prácticas de la new age eran un camino para sanar mi mente y cuerpo, ahora la meditación de la Palabra del Evangelio se ha convertido para mí en una meditación para sanar el alma y la vida.

MR

Hablando con Jesús

Hace muchos años, escuchando a Chiara Lubich, fundadora del Movimiento de los Focolares, me impactó algo que dejó muy claro: en cada persona tengo que ver a Jesús, o sea, en cada prójimo… Y ¿quién es mi prójimo? Cada persona que tengo a mi lado en el momento presente.

Traté de practicar esta gimnasia. Con algunos era muy fácil, pero con otros… ¡Qué difícil! Porque es fácil amar a quienes te aman o te tratan bien, pero cómo cuesta con esas personas en el trabajo, la familia, el vecindario que no viven las relaciones de esta forma.

En un momento de mi vida laboral tomé una dirección que estaba acéfala hacía tiempo con muchas personas a mi cargo. Al comenzar la organización de la misma, obviamente saltaron dos personas que siempre estaban en desacuerdo con mis propuestas y trataban de convencer a sus pares para boicotear las mismas.

Así que durante los 40 km que recorría de casa al trabajo yo trataba de ponerme de acuerdo con el Jesús en ellas, para tratar de entenderlas, escucharlas y valorar el trabajo que habían asumido cuando no había director.

Fueron épocas muy difíciles para mí. Sólo me ayudó ver a Jesús en ellas, verlas como mis hermanos, inclusive agradecer la distancia de recorrido al trabajo, que a veces pesaba, tanto por la niebla, la noche, la lluvia, como el tiempo que me permitía hablar más con Jesús.

Una vez una persona del Movimiento de los Focolares que trabajaba en política me contó que cuando rezaba el rosario pedía en cada Ave María por las personas que se tenía que encontrar y confrontar. Su experiencia me ayudó mucho, así que en la ruta mientras yo rezaba el rosario, pedía: “Santa María, Madre de Dios, ruega por…” y nombraba a esas personas.

Después me jubilé, me fui a vivir a otra ciudad y con los años me enteré que una de esas personas había tomado un cargo directivo y que había comentado: “¡Cómo entiendo ahora a María Laura!”

Indudablemente el Jesús en mí había hablado al oído con el Jesús en ella.

María Laura

Dar y recibir

En aquellos meses de hace muchos años (alrededor de 1977) yo comenzaba a conocer a algunos jóvenes del Movimiento de los Focolares, de quienes me había impactado muchísimo su forma de vida: estos chicos ponían todos sus bienes en común porque querían vivir como los primeros cristianos. Pensé: “Están locos o son unos santos del siglo XX”.

Yo estaba trabajando en “El Corazón de María”, una parroquia del sur de Lomas de Zamora, una zona carenciada, con el Padre Miguel Blanco. Él también conocía a estos adolescentes “locos y modernamente santos”.  Después de un tiempo de estar allí, en esa parroquia compartiendo muchas charlas, mates y la vida misma, el sacerdote nos dice: “Tenemos que organizar un viaje a un lugar en la localidad de O’Higgins, llamado Mariápolis o Ciudad de María, donde la única ley que se vive es la del Evangelio”. Balde de agua fría. ¿Cómo? ¿Existe un lugar así? ¿El Evangelio vivido en una ciudad? El padre sigue: “El amor recíproco entre todos los ciudadanos de este lugar es la única ley que existe”. Pensé: “¡Ya quiero estar allá! ¡¿Cuándo salimos?!”

El viaje tenía un costo (micro, almuerzo, estadía, etc.) que no podía pagar. Yo vengo de una familia en la que muchas veces teníamos que privarnos de cosas para llegar a fin de mes. No sé si decir que éramos pobres, pero si no lo éramos, le pasábamos raspando. Así es que me dije: “Yo quiero y tengo que conocer esa ciudad, pero no tengo plata. Desde ahora mismo me pongo a ahorrar”.

La primera posibilidad de ahorrar para el viaje fue por un mandado que tenía que hacerle a mi papá, quien arreglaba televisores y trabajaba en la cervecería Bieckert de Lavallol. Mientras él trabajaba yo le iba a comprar los repuestos de los TV a arreglar, así cuando él venía ya los tenía y ahorraba tiempo, y siempre me daba unos pesos por el favor que le hacía. Así es que esa mañana yo salí para comprar un repuesto cuando a unas tres cuadras de casa me encuentro con una señora que estaba pidiendo plata sentada en el piso con una manta extendida sobre la vereda y un montón de cacharros, hasta un mechero encendido tenía debido al gran frío que hacía, y muchas cosas sobre esa manta. Estaba a unos diez metros de terminar la cuadra. Yo ya hacía tiempo que me había unido a estos jóvenes locos y santos que querían vivir el evangelio y habíamos aprendido que en cada prójimo está Jesús. Así es que en esa señora que me pedía estaba Jesús y no podía pasar delante de ella ignorándola. Lo primero que pensé fue: “Le doy el dinero que me iba a dar mi papá por el mandado”. Así hice y guardé el resto para comprar el repuesto. Recuerdo que esa mañana hacía mucho pero mucho frío. Viendo mis guantes la señora me dice amablemente si no podía dárselos. Era Jesús que me los pedía, ¿cómo le iba a decir que no? Me saqué los guantes y se los di. Acto seguido me dice: “No te enojes, pero ¿no me darías también la bufanda? Tengo mucho frío.” Jesús en ella seguía pidiéndome. “Por supuesto”. Le di la bufanda. Yo estaba feliz de responder a cada petición dando a Jesús todo. “Que no te caiga mal, pero ¿no me podrías dar también la campera que llevas? Soy muy pobre y tengo mucho frío”. Acá me paré un poco. ¿Podía darle la campera? Me la habían comprado mis padres con mucho esfuerzo, pero era Jesús que me lo pedía. No podía decirle que no. Le di la campera.  Después vería yo cómo me las arreglaba. Terminó la señora diciendo siempre con muchísima delicadeza: “¿Y las zapatillas? ¿No me darías las zapatillas?”. Ahí enseguida le dije que no, que no podía, a lo cual me respondió con una sonrisa inolvidable: “Está bien, te entiendo”.

La señora me agradeció y yo feliz de haberle dicho que sí a Jesús. Caminé los diez metros que me separaban de la esquina y doblé la cuadra…  Pero yéndome sentía dentro que le había dicho que no a Jesús en ella. Todo lo demás bien, pero con las zapatillas le había dicho que no. Pienso “no puedo decirle que no “. Ya había dado vuelta la esquina, estaba a la altura de la parada del colectivo, apenas unos cinco metros caminados y me detuve. Di la vuelta y regresé sobre mis pasos hasta la esquina para darle mis zapatillas a Jesús en ella, cuando veo que ya no estaba… No había nadie. La busqué sobre esa cuadra, miré en frente, si se metió en alguna casa a guarecerse del frío, pero no había nadie. No voy a negar que experimenté cierta tranquilidad, porque no hubiese podido explicarles a mis viejos el tema de las zapatillas.

Así que mis ahorros empezaron mal en lo concreto y material, pero feliz por lo sucedido.

Se acercaba cada vez más la fecha del viaje a la Mariápolis y yo casi que no había podido ahorrar nada, porque mis ahorros eran de changas o mandados. Una mañana suena el teléfono y me llaman del Registro Civil de la ciudad de Buenos Aires, donde había trabajado unos meses antes, diciéndome que estaba lista una liquidación de haberes que se me adeudaba. Yo estaba exultante de felicidad. ¡Ahora sí iba a poder pagar el viaje con esa plata! Me fui al Registro a buscar el dinero y cuando llegué a casa mi mamá me dice: “¿Marcelo, serías capaz de ayudarnos a papá y a mí a pagar unos impuestos atrasados con una parte muy chiquita de esa plata?” Respondí: “¡Por supuesto, claro que sí!” Y cuando le iba a dar una parte, sentí muy fuerte dentro que era una posibilidad como pocas de poder ayudar a Jesús en mis padres dándole todo ese dinero ¿Por qué le iba a dar solo una parte? ¿A Jesús en ellos le iba dar una parte? ¿A Jesús no se le da todo? Sí, todo… Así que le di todo lo que me habían pagado. Mi mamá estaba feliz y me agradecía una y otra vez, me dijo que con una parte estaba bien, pero yo quería darle todo como un acto de amor a ellos y a Jesús en ellos. Sentía que debía hacer eso.

Nuevamente me había quedado sin un peso, pero con una felicidad tan grande, que no hacía falta ir a la Mariápolis de O’Higgins, aunque moría de ganas de conocerla. Era feliz por lo que había hecho.

La fecha del viaje ya estaba encima. Era el próximo fin de semana. Ya estaba seguro de que no iba a ir por la falta de dinero para pagar el viaje. Salíamos el sábado y volvíamos el domingo.

Recuerdo perfectamente que el viernes, un día antes, cerca de las 18 horas sonó el timbre de casa. Abrí la puerta y era Horacio, uno de los chicos con los que nos ayudábamos a vivir el Evangelio. Sacó un sobre y me dijo: “Marcelo, yo pensaba ir a la Mariápolis este fin de semana, pero ayer me llamaron unos familiares de Entre Ríos que me vienen a visitar y llegan mañana sábado, así que no voy a poder ir, pero quiero poner este dinero en común con vos porque pensé que quizás tendrías alguna dificultad para pagar el viaje, así que acá te doy el dinero justo para pagar todo el viaje. Tomá, andá a conocer la Mariápolis y después me contás”.

¡No podía creerlo! Le conté todo a Horacio y nos abrazamos como dándole fin a una experiencia increíble de un Dios Amor que sabe todo lo que necesitamos antes de que se lo pidamos.

¿Mi experiencia en la Mariápolis? ¡Es para otro escrito!

Marcelo Nagy

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