Un profeta de la esperanza

El 15 de agosto se cumple medio siglo de la detención del obispo y cardenal vietnamita François-Xavier Nguyęn Van Thuan, quien permaneció 13 años encarcelado, de los cuales nueve fueron en régimen de aislamiento. La autora de la historia novelada Van Thuan. Libre entre rejas, reflexiona sobre la libertad, la fe, el dolor y el amor.

Por Teresa Gutiérrez de Cabiedes (España))

Paseaba por el claustro de una residencia de religiosos en Roma. Yo entrevistaba a una hermana del difunto cardenal Van Thuan. Estaba madurando la idea de escribir una novela histórica sobre la experiencia épica de aquel hombre. Es cierto que tenía fama de santidad; y yo no lo dudaba. Pero me preguntaba si era posible contar la historia de un hombre que quiso ser santo y no la de un santo que no se pareciera un ser humano. Hay historias grandiosas de hombres y mujeres de Dios que parecen auténticos héroes espirituales y por ello se nos hacen inaccesibles a los cristianos de a pie. 

“Si tuvieras que rescatar el rasgo más auténtico de tu hermano, ¿cuál dirías?”, le pregunté. No lo dudó: “El sentido del humor. Le oí alguna vez decir que si no hubiera sido sacerdote le hubiera gustado ser payaso”. 

Más tarde, en otra entrevista a uno de sus subordinados en el Pontificio Consejo Justicia y Paz, éste me confirmaba cómo ese sentido del humor les alegraba el día a día. También añadió que tenía una gran capacidad de interpretación. Contaba: “Una vez sonó el teléfono de mi despacho del Vaticano. Al descolgar oí: ‘Buenos días, soy el Papa, quería preguntarte por un informe’. Me quedé mudo en el teléfono y no me salían las palabras. Al poco tiempo escuché: ‘Tranquilo, ¡que soy el cardenal Van Thuan!’. Había imitado a la perfección la voz de Juan Pablo II y me hizo reír después del susto”. Con todo esto que me iban contando, pensé: está bien, parece un ser humano de carne y hueso.

Seguí investigando. Me sumergí durante meses en todos sus escritos. Sabía que era un profeta de la esperanza, pero ¿dónde estaba el secreto que pudiera ayudarnos a los demás a vivir así? Porque, para qué nos vamos a engañar, cualquiera de nosotros que pasara por una sentencia injusta, trece años de prisión y nueve años en régimen de aislamiento, perderíamos la esperanza. Es decir que, mirándolo detenidamente, ese ejemplo sería admirable pero no imitable. 

Y qué grande fue mi sorpresa cuando me encontré con que el santo Van Thuan que querríamos ver en los altares de la Iglesia no siempre fue un titán de la esperanza. En el momento más duro de su cautiverio le fallaron las fuerzas físicas y psicológicas, pero sobre todo perdió la fuerza espiritual. Su mayor pesar era no poder ayudar a su pueblo perseguido por la fe, estar prisionero sin poder alentar como pastor a su pueblo. En ese momento de absoluto dolor y oscuridad tiene un encuentro con Dios que cambia radicalmente su vida. Solo. Abatido. Enfermo. Derrotado. Escucha a su Señor que le habla diciéndole: “Francisco, has hecho muchas cosas buenas por mí. ¿Qué buscabas? ¿Hacer obras de Dios o al Dios de las obras?” Parece una pregunta capciosa y, sin embargo, fue el punto de inflexión en aquella vida que se convertiría en un faro para tantas almas. Porque el prisionero entendió que había una libertad infinitamente superior a la capacidad de hacer actos, incluso a la capacidad de elegir. La libertad más radical es confiar, poner toda la voluntad en abrazar los planes de Dios para cada momento presente, sabiendo que Él, como padre, solo puede querer lo mejor para nosotros. Ahí brotó un manantial de paz que hizo que su cautiverio fuera fecundo, en primer lugar, para su alma; y después para quienes iban encontrándose con él y no tenían otro remedio que preguntarse: ¿cómo es posible que este hombre viva en una actitud de amor y alegría en medio de una circunstancia tan adversa y tan injusta? 

Entonces, sí que la vida de Van Thuan se puede convertir en carne de nuestra carne. Porque cualquiera de nosotros tenemos pequeños o grandes cautiverios, situaciones en las que nos vemos atados a nuestras limitaciones, a nuestras miserias, a nuestros pecados, a circunstancias desfavorables que no podemos vencer, a momentos de enfermedad o de dolor extremo. Y es en esa hora cuando el amor mide la fecundidad de nuestra vida. Quizás hemos hecho muchas cosas, incluso actos verdaderamente loables. Podemos haber cosechado éxitos humanos y espirituales. Pero el sufrimiento pone a prueba la paz y nos sitúa frente a una elección: la desesperanza o la confianza ciega en Dios. 

Cuando el corazón, a pesar de su dolor, elige hacer el acto de abrazarse a Dios se conquista una libertad interior que nada ni nadie puede arrebatar. Dichoso el que viva esta experiencia. Pidamos al cardenal Van Thuan que interceda ante Dios para que cada uno de nosotros pueda obtener ese regalo. 

La fuerza en la debilidad

Por Hubertus Blaumeiser*

¿Cómo caracterizar al cardenal François-Xavier Nguyęn Van Thuan? En primer lugar, hay que decir que era un hombre libre; libre incluso cuando, con su detención el 15 de agosto de 1975, fue privado de libertad y encarcelado durante 13 años.

Era igualmente libre cuando en 2001-2002 una grave enfermedad acabó con su salud. Antes de viajar a Milán en mayo de 2002 para someterse a una delicada intervención quirúrgica, que debía durar 20 horas, le pregunté: “¿Pero no tienes miedo?” Y me contestó: “¡No! Porque hay tres posibilidades: o me muero, y sería un buen momento, porque me he preparado; o sigo viviendo, pero estaré enfermo para siempre; o puedo reanudar mi trabajo. Estas tres posibilidades son igualmente buenas”.

Van Thuan no dependía de las circunstancias externas de su vida. Por eso también era una persona profundamente alegre que se ganaba a muchos con su humor.

Pero, ¿cuál era el origen de esta libertad y de la gran bondad que se desprendía de ella? Una explicación la ofrece la frase de Teresa de Ávila que el joven obispo llevaba grabada en su anillo episcopal: “Todo se pasa”.

En concreto, su detención en agosto de 1975 había provocado en él una nueva y radical elección de Dios que le llevó a desprenderse de todo lo que había hecho como obispo de Nha Trang. “Una noche –cuenta–, desde el fondo de mi corazón oí una voz que me sugería: ¿Por qué te atormentas así? Debes distinguir entre Dios y las obras de Dios. Todo lo que has hecho y quieres seguir haciendo […] es una obra excelente, son obras de Dios, ¡pero no son Dios! Si Dios quiere que abandones todas esas obras, poniéndolas en sus manos, hazlo ahora, y confía en Él. Dios lo hará infinitamente mejor que tú”. Y observa: “A partir de este momento, una nueva paz llena mi corazón, y permanece conmigo trece años. Sintiendo mi debilidad humana, renuevo esta elección ante las situaciones difíciles, y la paz nunca me ha fallado”.

Fue precisamente este arraigo en Dios lo que dio a Van Thuan la libertad de amar sin límites. Hubo una experiencia clave en este sentido. En diciembre de 1976 fue trasladado del sur al norte de Vietnam. Junto con otros 1500 prisioneros, se encontró hacinado en la bodega del barco durante varios días: personas de todos los orígenes y creencias, encadenadas unas a otras, de dos en dos. La desesperación reina a su alrededor, mientras a Van Thuan se le ocurre un pensamiento: ¡ahora su catedral es este barco! Todos estos prisioneros, sin excepción, son el pueblo de Dios que le ha sido confiado. Cuenta: “En el barco, y más tarde en el campo de reeducación, tuve la oportunidad de entablar un diálogo con las personas más variadas: ministros, parlamentarios, altas autoridades militares y civiles, […] budistas, brahmanes, musulmanes, personas de diversas confesiones protestantes: baptistas, metodistas…”. “En aquel abismo de mis sufrimientos […] nunca dejé de amar a todos, no excluí a nadie de mi corazón”.

Esta característica se mantuvo incluso después. Cuando Van Thuan fue nombrado vicepresidente del Consejo Pontificio Iustitia et Pax, en 1994, y más tarde presidente del mismo dicasterio, supo ser ante todo un hermano para sus colaboradores. Así, en su oficina era querido por todos, recordado con afecto y gran estima incluso por el personal de servicio.

No hacía distinciones entre las personas y estaba acostumbrado a dar el primer paso hacia los demás. Aún recuerdo la sorpresa de un seminarista –que entretanto se había convertido en obispo– que le había llevado a su casa. Cuando llegaron al lugar, el arzobispo le invitó a subir con él a su piso y se dispuso a prepararle una comida.

Nguyęn Van Thuan no juzgaba a los demás, aunque pudieran hacerle sufrir. Cuando tenía que hablar de los lados débiles de unos u otros, sabía presentarlos con simpatía. Nunca noté en él agresividad ni resentimiento hacia quienes le habían perseguido en su país de origen. No hablaba de los detalles del sufrimiento que le habían infligido, ni se hacía pasar por víctima. Más bien, presentó su encarcelamiento como una experiencia con Dios que le había ayudado a penetrar más profundamente en el Evangelio y a dar testimonio de él de una manera más radical •

* Sacerdote y teólogo alemán que hace muchos años vive en Italia. Miembro del Centro de Estudios del Movimiento de los Focolares en el campo de la eclesiología y la teología pastoral.

Nota: Fragmentos del artículo publicado en la revista Ekklesia.

Un profeta de la esperanza
Comparte en tus redes sociales
Scroll hacia arriba