Libros
por José María Poirier (Argentina)
Héctor A. Murena
Buenos Aires, 2022, Fondo de Cultura Económica
“Fue en 1870 cuando Dostoyevski descubrió que, en la medida en que era, él era Dios. Alcanzaba así la milenaria revelación mística para la que no hay más que un Ser, inmutable y eterno, del que participa todo lo vivo, aunque el velo de la ilusión haga que las criaturas imaginen que también existe lo variable, lo distinto”, escribe Murena en el cuento “Demonios” de esta tardía y afortunada selección.
En “Ama y haz lo que quieras” no se refiere a san Agustín, aunque lo apreciara, sino a un rudo portero, corpulento y un poco encorvado, cuya mujer “es nerviosa, de cuerpo menudo, soberbia cabellera blanca, un temperamento trágico”. Y explica: “Diríase que absorbe todo el dolor que su marido consigue eliminar”. Ella terminará ladrando como un perro. Murena desconcierta y deslumbra siempre con su imaginación y su envidiable y precisa prosa.
Héctor Álvarez Murena (Buenos Aires, 1923-1975) fue ensayista, narrador, poeta y traductor. También fue colaborador de la revista Sur y del suplemento cultural del diario La Nación. Además, un difusor de pensadores como Jürgen Habermas, Theodor Adorno, Herbert Marcuse y Max Horkheimer. Fue el primer traductor al español de la obra de Walter Benjamin. Su producción ensayística es heredera de la obra de Martínez Estrada. Estuvo casado con la escritora Sara Gallardo, hoy nuevamente muy leída por el público joven.
El escritor Pablo De Santis señala que “luego de su muerte, la obra de Murena fue relegada –como la de Eduardo Mallea, con quien tiene muchos puntos de contacto– a las bibliotecas y a las librerías de viejo”. Ahora ha vuelto a ganar el interés y la pasión de muchos lectores que lo consideran un autor de culto.
En la narración que da título a esta antología el autor escribe, no sin ironía y fino humor: “Mi madre, recuerdo, me aconsejaba siempre mirar el lado bueno de las cosas. ¡Magnífica mujer! Era de un temperamento de esos cuyo molde no se usa dos veces, por así decirlo. Pues no se limitaba a dar hermosos consejos, sino que también los ponía en práctica. Baja y menuda, pero entusiasta a los ochenta y un años, si para subir a un tranvía debía abrirse paso entre la nube de criaturas que se apretujan en encarnizada batalla, no perdía la ilusión. Creía estar viéndola…”.
Recuerda su hijo Sebastián que su padre se había radicado en Roma, donde había ido a vivir con Sara Gallardo: “su madre finalmente rescató a Murena de ese departamento para llevarlo al edificio donde ellos vivían entonces, en la avenida 9 de Julio, sobre Carlos Pellegrini”. Pero Murena ya estaba muy enfermo y murió poco después.
Amante del amable anonimato y del silencio que preservaban los cafés para sus habituales clientes que buscan refugio, Murena dice que estos espacios son como el ágora: “O sea, el campo más humano de la ciudad, porque en él se dirimen cuestiones comunitarias, económicas, estéticas, morales, deportivas, filosóficas, en suma, las abstractas, las que distinguen al hombre como animal político”.