En esta meditación, Chiara Lubich marca el camino que debe seguir la espiritualidad colectiva. La fundadora del Movimiento de los Focolares invita aquí a no ensimismarse en una espiritualidad individual, en una sola flor. Por el contrario, el llamado es hacia todas las flores. Siempre debe haber lugar para el otro.
Los fieles que aspiran a la perfección normalmente tratan de unirse a Dios presente en su corazón. Están como en un gran jardín florido y miran y admiran una sola flor. La miran con amor en sus detalles y en su conjunto, pero no suelen mirar tanto las otras flores.
Dios −por la espiritualidad colectiva que nos ha donado− nos pide que miremos todas las flores porque en todas está Él, y de este modo, observándolas a todas, lo amamos más a Él que a cada una de las flores.
Dios, que está en mí y que ha plasmado mi alma, en la que habita en Trinidad, está también en el corazón de los hermanos.
Por eso, no basta que yo lo ame sólo en mí. Si actúo así, mi amor tiene todavía algo de personal y, dada la espiritualidad colectiva que he sido llamada a vivir, de egoísta: amo a Dios en mí y no a Dios en Dios, cuando la perfección es ésta: Dios en Dios.
De modo que mi celda, como dicen las almas íntimas de Dios, y mi cielo, como decimos nosotros, está en mí y, como en mí, en el alma de los hermanos. Y así como lo amo en mí, recogiéndome en mi propio cielo −cuando estoy sola−, lo amo en el hermano cuando está junto a mí.
Y entonces no amo sólo el silencio, sino también la palabra, es decir, la comunicación del Dios en mí con el Dios en el hermano. Y si los dos Cielos se encuentran, allí hay una sola Trinidad, donde los dos están como Padre e Hijo y entre ellos está el Espíritu Santo.
Así pues, es necesario recogerse siempre, también en presencia del hermano, pero no evitando a la criatura, sino más bien acogiéndola en el propio cielo y recogiéndose uno mismo en su cielo.
Y ya que esta Trinidad habita en cuerpos humanos, ahí está Jesús: el Hombre-Dios.
Y entre los dos se da la unidad, donde somos uno, pero no estamos solos. Y ahí está el milagro de la Trinidad y la belleza de Dios, que no está solo porque es Amor.
Entonces, el alma, cuando ha perdido voluntariamente durante todo el día al Dios que habita dentro de ella para trasladarse al Dios que habita en el hermano (ya que el uno es igual al otro, como dos flores de ese jardín son obra del idéntico hacedor), y lo ha hecho por amor a Jesús crucificado y abandonado, que deja a Dios por Dios (precisamente a Dios dentro de sí por el Dios presente o que ha de nacer en el hermano…), al volver a sí misma, o mejor, a Dios en sí misma (cuando está sola en la oración o la meditación), encontrará a su vez la caricia del Espíritu, que −porque es Amor− es Amor de verdad, dado que Dios no puede faltar a su palabra y da a quien ha dado: da amor a quien ha amado.
Así desaparecen la tiniebla y la infelicidad junto con la aridez y todas las amarguras, y queda sólo el gozo pleno prometido a quien haya vivido la Unidad.
El ciclo se ha completado.
Tenemos que dar vida continuamente a esas células vivas del Cuerpo místico de Cristo −que son los hermanos unidos en su nombre− para reavivar el Cuerpo entero.
Mirar todas las flores es tener la visión de Jesús, de un Jesús que, además de ser la Cabeza del Cuerpo místico, lo es todo: toda la Luz, la Palabra, mientras que nosotros somos sus palabras. Pero si cada uno de nosotros se pierde en el hermano y se hace célula con él (célula del Cuerpo místico), se convierte en Cristo total, Palabra, Verbo. Por eso Jesús dice: “Yo les he dado la gloria que tú me diste” (Jn 17, 22).
Pero es necesario perder al Dios dentro de sí por el Dios en los hermanos. Y esto lo hace quien conoce y ama a Jesús crucificado y abandonado.
Y cuando el árbol haya florecido completamente −cuando el Cuerpo místico esté completamente vivificado− reflejará la semilla de donde nació. Será todo uno, porque todas las flores serán un todo entre ellas como cada una es un todo consigo misma.
Cristo es la semilla. El Cuerpo místico es la copa.
Cristo es el Padre del árbol: nunca ha sido tan verdaderamente Padre como en el abandono, donde nos engendró como hijos suyos; en el abandono, donde se anula a sí mismo, pero sigue siendo: Dios.
El Padre es la raíz del Hijo. El Hijo es la semilla de los hermanos.
Y fue también la Desolada quien, como corredentora, en el tácito consentimiento a ser Madre de otros hijos, arrojó esta semilla en el Cielo y el árbol floreció y florece continuamente en la tierra.
Chiara Lubich