Crónica – Conocer Cerrito, un distrito rural y aislado de Paraguay, fue una experiencia tan confusa como contundente, en medio de estudiantes universitarios que fueron hasta allí para ofrecer lo que en ese lugar es una rareza: atención primaria de la salud. La vida en Cerrito es difícil de entender, quizás porque se trata de una expresión muy fuerte de humanidad.
Por María Belén Galeano (Paraguay)
En enero de 2023, la entusiasta bioquímica, docente e investigadora Blanca Gavilán organizó una excursión de servicio con un semillero académico de investigación conformado por ella y sus alumnos universitarios. Se trataba de un proyecto de extensión en la que los estudiantes y algunos egresados de la facultad de Ciencias de la Salud de la Universidad de Integración de las Américas emprendieron un viaje de más de 330 km desde la capital de Paraguay para aprender y generar impacto sobre aspectos de sus asignaturas en la localidad de Cerrito, en el departamento de Ñeembucú, Paraguay.
Cerrito es un distrito eminentemente rural ubicado sobre el margen derecho del río Paraná. En días de lluvia los caminos presentan tramos de tránsito complicado, incluso interrumpido. La comunidad se está abriendo al turismo, dejando de lado ser reacios a los visitantes y siendo conocida por sus paradisíacas islas de arena blanca y agua transparente.
De Asunción a Pilar, capital departamental de Ñeembucú (del guaraní “Ñe’e” que significa idioma o lengua, y “Mbyky” que significa corto) fueron 226 km que se lograron en cuatro horas. Pero los 106 km de Pilar hasta la localidad de Cerrito tomaron la misma cantidad de tiempo, ya que los caminos son de cascotes y areniscas, en los que se sentían las chicharras como enfurecidas, picando el colectivo a medida que avanzaba. “Hace dos horas que nos queda media hora”, gritaban jocosamente algunos estudiantes.
El arribo
La llegada fue en horas de la siesta paraguaya, soleada, tibia, desesperantemente silenciosa, en la que una brisa parece un rugido. No hubo tiempo de llegar a las posadas y la primera parada en Cerrito fue en la pequeña capilla del pueblo, bajo el cargo del padre Claudio Sartor o, como lo llaman en la comunidad, “Pa’i italiano”, un sacerdote enviado por una diócesis de Italia, quien fue el contacto de Blanca Gavilán, inicialmente para estudiar la calidad del agua en la localidad, y luego para hacer llegar el servicio universitario de salud primaria e investigación.
A un extremo del pueblo, los karajás (monos grandes del monte) ululaban en su balanceo de estirar y lanzar a sus hijitos para avanzar entre los árboles y palmeras, mientras al otro extremo los pacientes ya estaban esperando bajo un frondoso mango en el patio de la parroquia. Los rayos del sol paseaban entre las hojas del mangal hasta bailotear en sus sienes. El silencio era inmutable..
Los estudiantes fueron montando mesas y sillas para un consultorio improvisado al aire libre. A cada paciente se le tomaron signos vitales: temperatura, frecuencia cardiaca, respiración más datos de la edad e historial personal: “¿padece alguna enfermedad como diabetes o hipertensión?”. Las respuestas se daban bajito y, de a poco, más fluidas.
El oratorio, por su parte, parecía aguardar las consultas en su propio patio. Un gatito blanco y negro pareció guiarme en su interior. Era solo una habitación, con puertas y ventanas rústicas de madera, un fresco piso de ladrillos, luz natural y una pizarra central que contenía la inscripción: “Señor, ¿qué quieres que haga?”.
La primera sesión de consultas fue bastante liviana. El verdadero trabajo sería al día siguiente.
De cara al aislamiento
Durante la madrugada, una tormenta como las que “se sienten solo en Ñeembucú” llegó furiosa a Cerrito, como para hacer más épico el inicio de la jornada más intensa. El amanecer no se percibió de tanta oscuridad y el puesto de salud estaba abarrotado de pobladores que escucharon por ahí que por un día tendrían atención primaria a la salud, gratuita y no política.
Desde las 5 am hasta las 8 pm la atención no paró, los estudiantes se dividieron en grupos que ellos mismos organizaron según sus objetivos de investigación. Realizaron incontables hemogramas y electrocardiogramas, explicaciones y diálogos difíciles y llenos de paciencia para donar información, registros y encuestas sobre cada individuo.
Entre todo eso, los insumos iban y venían desde el albergue hasta al puesto de salud gracias a la única ambulancia, conducida por el licenciado Pedro Lobos, enfermero encargado del puesto de salud y responsable de toda la logística de la jornada de atención. “De manera rápida (al saber de la posibilidad de visita de los estudiantes) mandé una nota al director Regional de Salud comentando el caso”, contó Lobos.
Ancianos y niños fueron quienes más acudieron, frente a muy pocos hombres en edad adulta, “por vergüenza y cultura machista”, indicaron algunas mujeres, en conversaciones difíciles, en las que ser notablemente foráneo era motivo de risitas cómplices entre ellas. Pero poco a poco se soltaron. “Hoy Siena consulta por primera vez en un centro de salud de Paraguay”, me cuenta la madre de la niña de nueve meses.
Los niños, las mujeres embarazadas y algunas personas que llevan tratamientos oncológicos encuentran un camino más corto (en todos los sentidos) en Argentina, al otro lado del río, porque en su localidad están lejos en distancia y, quizás, mucho más lejos en tiempo, de un centro integral o específico de atención a la salud. “Lo siguiente más cercano sería un privado o un regional en Pilar (a más de 100 km que se viajan en cuatro horas).
No hay médico residente en Cerrito. Existe un médico que, se dice, es puesto por el Ministerio de Salud de Paraguay y sin embargo es argentino. Él realiza recorridos por las casas día por medio, algunas semanas. Es categórico que tampoco exista pediatría ni otras especialidades. Si alguien muere se debe esperar que el personal forense llegue desde Pilar (a veces puede tomar tres días).
No tener caminos también impide el comercio de lo que producen (principalmente viven de la pesca y un poco de agricultura y ganadería). No existe comunicación vial para una vida en la que sea normal estudiar o trabajar formalmente. Y el aislamiento lleva a la frustración, al silencio y a vivir sabiendo que no se pueden mover muy lejos, ni con los empujones de la inundación cada vez menos estacional que causa la creciente del imponente Paraná.
Una mujer joven (no es frecuente jóvenes en Cerrito, porque abandonan el lugar para trabajar y estudiar) fue la única que se acercó activamente a comentarme sobre qué sucede entre los pobladores. Me expresó que “la salud mental es todavía más complicada: existe un miedo a formar parte de la locura, entonces se huye de la conversación, se guarda silencio y no se distingue entre estrés, depresión o cansancio mental. Esa frustración los lleva muchas veces a la depresión”.
En conversación con la única psicóloga clínica de la localidad, María Sofía Barreto, fue una sorpresa el hecho de que, en realidad, mucha gente consulta por su salud mental, pero en secreto. “Existen casos que deberían tener medicación, pero no pueden acceder a un psiquiatra, y si hubiere, probablemente no accederían a la medicación”, reflexionó. Desde el punto de vista científico, los informes realizados por los alumnos arrojaron hallazgos que serían valiosos para la voluntad política en cuanto a salud pública de la comunidad: indicios de depresión, una creciente hipertensión (relacionada con el sedentarismo, que a su vez podría relacionarse con la depresión) y una baja potabilidad del agua. Durante la lectura de los resultados, resuena la frase de la pizarra en la parroquia: “Señor, ¿qué quieres que haga?”.
La cena del “gracias”
Bajo otra tormenta estruendosa en el techito de chapa, después de tanto sudor y arena, frescos y aliviados, ya se sirven los churrascos, los chorizos, la mandioca. Algún vino italiano se comparte alrededor del Padre Claudio. Todos sabiendo lo mismo sin decirlo: el cansancio feliz de haber donado trabajo.
El ambiente se tornó de alegría, satisfacción, a pesar de la intriga que da dejar Cerrito. ¿Y ahora qué ojos externos serán sus testigos? De sus lechuzas, sus karajás, su costa afilada de río y su enfermedad.
No terminé de entender Cerrito. Es un pueblo y a la vez un alma. Quieto pero guardando frustraciones. Silencioso pero con rumores. Es de paraguayos argentinos. De barro y de agua, colores verdes y pájaros. Es de gente que sabe que no tiene pero que no pide (no entendí si están bien con eso). Es de un intendente ermitaño y de ningún médico para ¿5.729? personas que no caminan por las calles, que perpetúan las mismas alternativas desde hace años ante la falta de Estado.
El “pa’i italiano” dijo que quizás es tan difícil entender Cerrito porque, probablemente, sea una expresión muy fuerte de humanidad. Es lo que es y a veces el amor más grande acepta no comprender del todo, tan solo hacer (como lo hicieron la profe Blanca Gavilán y sus alumnos).
También se dice que nadie puede amar por completo algo que es desconocido o ignorado. Para ser amada, la localidad de Cerrito necesita mensajeros que comuniquen su ser a quienes puedan darle importancia. Si Cerrito llegó a ustedes con este relato, la importancia de sus necesidades habrá trascendido no solo un sendero casi intransitable de chicharras, sino también en el alma de quienes lo han leído. No puedo construir caminos de asfalto. Pero en cuanto exista amor en su lectura, ya existirá para ese amor un nuevo camino hasta Cerrito •