Relaciones – ¿Qué espacio queda para la interculturalidad? El que le demos. Cada vez que decidamos respetar a otro ser humano como un “semejante”, y reconozcamos que la “igualdad” nos alcanza en dignidad y en capacidad de amar y ser amados, pero nos permite diferenciarnos en pensamientos, visión de mundo, aficiones.
Por Lucía Zanotto (Argentina)
Agradezco a mis amigos Verónica López y Carlos Pardo, hermanos de la vida, ya que el diálogo con ellos arrojó luz y ayudó a ordenar estas balbuceantes reflexiones.
Expresamos una obviedad si decimos que hoy la mayoría de nuestras sociedades son multiculturales. Y esto sucede no solamente en las grandes ciudades, sino también en regiones consideradas más alejadas de puntos centrales de la civilización.
Tal vez nos sirva hacer un repaso sobre el concepto de cultura, con la ayuda de Pichardo Galán. En su libro Reflexiones en torno a la cultura: una apuesta por el interculturalismo, recuerda la historia del término. Hace referencia a su origen etimológico como acción transformadora de la naturaleza, y luego su evolución hacia la idea de conocimientos, de creaciones artísticas, más tarde como conjunto de creencias, costumbres y usanzas, para finalmente recordarnos la definición de Tylor (1871): “Todo complejo que incluye el conocimiento, las creencias, el arte, la moral, el derecho, las costumbres y cualesquiera otros hábitos y capacidades adquiridos por el hombre como miembro de una sociedad”. Con esta definición se agrega la novedad de la relación de lo cultural con un grupo humano determinado. (1)
Está claro que a fines del siglo XIX no contaban con una joven nómade digital chilena, trabajando en una playa de Madagascar, luciendo un pañuelo de seda china, con su laptop japonesa, sobre una alfombra similar a la de Aladino, mientras saborea papas fritas “made in U.S.A”. Esta escena, si se quiere neobarroca, no intenta más que representar una situación posible. Como la realidad de una oficina pública en Paraguay, donde el saludo de recibimiento bien podría ser Ha Upéi.
La actual constitución multicultural de nuestras sociedades desafía permanentemente nuestra capacidad de convivencia. La primera condición, sin duda, es la de la tolerancia. Tolerancia que sobreviene luego del reconocimiento de la diferencia y de la aceptación de la misma. Y no es esto, precisamente, lo que ha ocurrido por doquier, a lo largo de la historia de la humanidad. Todo lo contrario. Nuestro continente bien lo sabe. La dolorosa experiencia de la conquista y la colonización, que continúa y se prolonga en el presente a través de saberes que se trasplantan y a menudo se imponen, es más que elocuente al respecto. Solo a modo ilustrativo, traigo a colación una observación de Buzelín Haro, quien en su tesis de Maestría en Lenguajes e Interculturalidad, en la que describe y compara gramáticas del quechua, señala que en “la descripción de las lenguas amerindias, no solo las producidas durante el período de la colonia, sino también las actuales, notamos procedimientos de dominación de matriz colonial, es decir, al tomar como modelo una lengua latina (latín, español) para describir una lengua amerindia (quechua) con rasgos diferentes (una es una lengua aglutinante y la otra es analítica) se supone que existe un único modelo descriptivo de lengua al que el resto debe adaptarse en términos de carencia (falta de vocales) o de elementos sobrantes (partículas “sin significación” -sic-).” (2).
Podríamos mencionar también entre estos saberes que circulan globalmente, asuntos más delicados, antropológicos o filosóficos. En fin, la propuesta de reflexionar sobre la interculturalidad constituye de por sí una toma de posición. Habitamos un suelo que ha visto innumerables encuentros entre las más diversas culturas, ya que con la colonización llegó la forzada inmigración africana, y, posteriormente, sucesivas oleadas inmigratorias, tanto del siglo XIX como en el XX, y también en el XXI. La interculturalidad puede ser definida como un proceso en el que se establece un diálogo de culturas en contacto. Y este diálogo puede llevar a construir juntos algo nuevo. Así lo expresa Malegarìe: “Desde la interculturalidad no hay una cultura superior a la otra, o un espacio al que unos tienen que llegar para encontrarse con los otros. Se trata más bien de mostrar la igualdad de posiciones desde las diferencias en las identidades. Sin embargo, no es posible evitar reconocer que en toda relación intercultural se encuentra por detrás alguna relación de poder. El punto crítico es poder desentrañar en qué medida el poder legitima la desigualdad y en qué medida es posible resignificar las relaciones sociales, léase resignificar las relaciones de poder, y construir un nuevo escenario.” (3)
Se puede pensar que involucra una intersección de variables: espacio y tiempo, individuos y grupos con un variado bagaje de pensamientos, expresiones, creencias, acciones. Ahora bien, ¿se puede pensar la cultura (hoy por hoy, en un mundo globalizado) como un todo con rasgos definidos, pasibles de ser descriptos ordenadamente?
El asunto gira también en torno a las identidades, o bien, del devenir de las identidades que se van construyendo y reconociendo. Que los seres humanos necesitemos pertenecer a un grupo es innegable. A lo largo de la vida, experimentamos una búsqueda constante (más o menos consciente) de “identificarnos” con otros. Necesitamos un “otro”. Tal vez porque rasgo irrenunciable de la identidad humana es nuestra capacidad de amar. Cuanto más la desplegamos, más nos realizamos. El amor implica dar valor, y al mismo tiempo que “damos valor” a nosotros mismos y a otro, esto nos iguala y nos hace apreciar las diferencias. E incluso aceptar lo que no deseamos deseamos causa, muchas veces, desorientación en nosotros y en los demás.
Ahora bien, ¿alrededor de qué ejes podrían girar los rasgos con los que podríamos identificarnos? Creencias, religión, nivel y campo de nuestros estudios, barrio, ciudad, nación, lenguas, ideologías, gustos, aficiones, pasiones, hábitos, historias, generaciones. Es así que cada quien puede agruparse con unos o con otros alternativamente. Y de esto resulta que las culturas no son grupos sellados, con fronteras perfectamente delineadas.
¿Qué espacio queda para la interculturalidad? El que le demos. Cada vez que decidamos respetar a otro ser humano como un “semejante”, y reconozcamos que la “igualdad” nos alcanza en dignidad y en capacidad de amar y ser amados, pero nos permite diferenciarnos en pensamientos, visión de mundo, aficiones, etc.
Nuestro cuerpo mismo también es lugar de intersecciones, con su memoria genética y psíquica. En él llevamos grabados el color de la piel, la forma de los ojos, la calidad y cantidad de los alimentos a los que accedieron nuestros antepasados, los amores y los traumas.
Y entonces, aparece en mí el recuerdo de Chiara Lubich, que con mucha naturalidad menciona un pueblo con una cultura propia: la cultura de la unidad. Y su exhortación reiterada con fuerza en el sentido de responder a un llamado: el de la fraternidad universal, llamado que nos viene desde el Siglo I de nuestra era. Es un modo original de hacer interculturalidad: la relacionalidad fraterna. Va más allá del reconocimiento, la aceptación, la tolerancia o incluso el respeto, que ya es mucho decir. Hay en ella un componente afectivo y de pertenencia recíproca: “mi hermano”, “mi hermana”, es una “posesión de anverso y reverso”, podría decirse. El otro de alguna manera me pertenece, y yo le pertenezco. Y hay una paridad de nivel en la relación, es decir, no existe superioridad; pero sí hay una “singularidad” conocida y reconocida, en una relación que siempre puede crecer, que siempre se renueva.
A veces el curso de la historia aparece como un montón de vidas pujando por fluir, más o menos caótica o cósmicamente… pero se percibe un canal, un lecho que nada fuerza ni violenta, sino que subyace y contiene. En este aparente caos en que fluye la vida, ojalá la fraternidad pueda ser principio ordenador, en virtud de nuestras elecciones y acciones •
(1) Pichardo Galán, José Ignacio. Reflexiones en torno a la cultura: una apuesta por el interculturalismo. Editorial DYKINSON, S.L. Madrid, 2002. (Pág. 19-21).
(2) Buzelín Haro, Corina. Gramatización de las lenguas amerindias: cuatro gramáticas del quechua (1560, 1607,1890 y 2000). Documento inédito. (Pág. 7).
(3) Malegarìe, Jessica. (2007). Del multiculturalismo a las relaciones interculturales en la escuela. IV Jornadas de Jóvenes Investigadores. Instituto de Investigaciones Gino Germani, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires. (Pág. 4).