Atractivos de un carisma

Por Sonia Vargas Andrade (Bolivia)

El 17 de diciembre de 1996, en París, Chiara Lubich recibió de la UNESCO el Premio “Por la educación a la paz” con la siguiente motivación: «En una época en la que las diferencias étnicas y religiosas a menudo conducen a conflictos violentos, este movimiento tiende puentes entre las personas, las generaciones, las categorías sociales y los pueblos». El tender puentes en el carisma de Lubich surge de una novedosa propuesta, se trata de una nueva espiritualidad, actual y moderna: la espiritualidad de la unidad. Esta tiene su centro gravitacional en el amor al hermano, partiendo de lo particular (lo pequeño, lo cotidiano) para llegar a lo universal. Por ello unidad y paz están íntimamente ligadas y retroalimentadas. La unidad genera la paz y, viceversa, la paz genera la unidad. Y tienen la misma dinámica de construcción, partir de la paz interior para alcanzar la paz exterior, universal. Así lo explica Chiara:

En primer lugar, presupone para los que la viven [la espiritualidad de la unidad], una profunda consideración de Dios por lo que Él es: Amor, Padre. ¿Cómo podría pensarse en la paz y en la unidad del mundo sin la visión de toda la Humanidad como una única familia?… Ahora bien, su voluntad es que amemos a todos como a nosotros mismos, porque “Tú y yo –decía Ghandi– no somos sino una sola cosa. No puedo hacerte daño sin herirme”. [No herir al otro requiere] que seamos los primeros en amar, sin esperar a que los otros nos amen. Significa “hacerse uno” con los otros, asumir sus pesos, sus pensamientos, sus sufrimientos, sus alegrías. Pero si este amor al otro es vivido por más personas, se vuelve recíproco. Y Cristo, el “Hijo” por excelencia del Padre, el Hermano de cada ser humano, dejó como norma para la Humanidad precisamente el amor recíproco. Él sabía que era necesario, para que exista la paz y la unidad en el mundo, para que todos formen una única familia. Cierto que, para cualquiera que intente hoy mover las montañas del odio y de la violencia, la tarea es enorme y ardua. Pero lo que es imposible para millones de seres humanos aislados y divididos, parece que se vuelve posible para personas que han hecho del amor recíproco, de la comprensión mutua, de la unidad, el motivo esencial de la propia vida. Y eso, ¿por qué? ¡Existe un porqué! Otro elemento de esta nueva espiritualidad, vinculado con el amor recíproco, elemento valiosísimo, que sorprende y maravilla, es el anunciado también por el Evangelio. Dice que si dos o más personas se unen en el verdadero amor, Cristo mismo, que es la Paz, está presente entre ellas y por lo tanto, en ellas. ¿Qué mayor garantía, qué posibilidad superior puede existir para los que quieren ser instrumento de fraternidad y de paz? Este amor recíproco, esta unidad, que da tanta alegría a quien la pone en práctica, exige siempre empeño, entrenamiento cotidiano, sacrificio. Y aquí se presenta, para los cristianos, con toda su luminosidad y dramatismo, una palabra que el mundo no quiere oír pronunciar, porque se considera necia, absurda, sin sentido. Esta palabra es cruz. No se hace nada bueno, útil, fecundo en el mundo sin conocer, sin saber aceptar el esfuerzo, el sufrimiento, en una palabra, sin la cruz. No es una broma el comprometerse a vivir y a difundir la paz. Hace falta valentía. Hay que saber sufrir. Pero, sin duda, si muchas personas aceptaran el sufrimiento por amor, el sufrimiento que requiere el amor, este se podría convertir en la más poderosa arma para dar a la Humanidad la más alta dignidad: la de sentirse no tanto un conjunto de pueblos, unos junto a otros, a menudo en lucha entre ellos, sino, un único pueblo1.

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1. Lubich, Ch. Discurso en ocasión de la Asignación del premio UNESCO para la educación a la paz, París, 17/12/ 1996.

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