De la vida cotidiana – Pequeñas y grandes experiencias de personas que intentan vivir abiertas a las necesidades de los demás.
Recogidos por la redacción
Una reposera
Este último verano fuimos de vacaciones en familia a la costa. Uno de esos días, llegamos a la playa más tarde de lo normal. Al llegar vimos a un par de familias que estaban cerca de nosotros, a punto de irse. Bajamos nuestras cosas y nos dispusimos a disfrutar de la playa: tomar mates, jugar con los chicos, leer, mirar el mar, etc. Al pasar un rato, nos dimos cuenta de que estas familias se habían ido, pero habían dejado una reposera olvidada. No estábamos seguros de si era de ellos, pero estuvimos atentos. Con el correr de la tarde se fue yendo la gente y la reposera seguía ahí. La cargamos y nos fuimos.
Al día siguiente, nos pusimos a buscar a los posibles dueños para poder devolvérsela. Fuimos hasta el mismo lugar en que la habíamos encontrado, pero los dueños no estaban. Creíamos recordar el vehículo en el cual se movilizaban, pero no los encontrábamos. Ante la insistencia de la búsqueda, nuestros hijos nos preguntaron sobre el porqué de tanto interés. La reposera era mucho más cómoda que las que teníamos nosotros y nos venía bien si nos la quedábamos, además ya habíamos buscado bastante. Les explicamos que, en caso de que perdiéramos algo, nos gustaría que hicieran lo mismo con nosotros. Era Jesús el que había perdido esa reposera.
Los días siguientes seguimos insistiendo, mientras los niños sugerían que abandonáramos la búsqueda. En una ocasión nos pareció reconocer el vehículo en el que esta familia se movilizaba, así que nos acercamos, saludamos y de pronto alguien nos dijo: “¡No me digan que ustedes encontraron la reposera!”. La habían estado buscando insistentemente, ya que no era de ellos y debían devolverla. Estaban muy agradecidos.
Ya por la tarde, al irnos de la playa, nos detuvo el padre de la familia y nos trajo una botella de vino para agradecernos por el gesto. ¡Una alegría inesperada! Pero para nosotros, lo más importante fue la oportunidad de vivir una ocasión concreta para transmitir a nuestros hijos el valor de hacer a los demás lo mismo que nos gustaría que nos hicieran a nosotros.
Por Andrea y Javier Castillo
El uno por ciento
Tenía una reunión con mi socio sobre un tema que me inquietaba y sobre el cual no encontraba la solución. Como él es extranjero y vive en el exterior, tenía que aprovechar su viaje a la Argentina para hablar cara a cara de esto. Siempre me gusta prepararme para las reuniones, hacer un temario para organizarlas mejor y establecer los objetivos a alcanzar.
Esta vez nada fluía, no estaba segura de qué y cómo plantear el tema. Me sentía mal conmigo misma por no poder ver claramente y quizá, desaprovechar la oportunidad. Ahí recordé el uno por ciento: “déjale el resto a Él”. Es decir, dejar que Dios se ocupe de aquello que no podemos resolver por nuestras propias fuerzas. Hacer nosotros el uno por ciento con la confianza de que Él se ocupa del 99 por ciento restante. Hice mi parte: consulté a mi abogado por la mañana, hablé más tarde con una coach que me conoce bien y después con mi marido. Escuché a cada uno. Pero el tema seguía ahí. Me fui caminando a la reunión; mientras rezaba al Espíritu Santo, pedí a mis amigas con las que compartimos el ideal de la Unidad que tuvieran presente esta situación e hice una oración a mi padre, que sé que resolvería estas cuestiones mejor que yo.
Me sorprendió la manera como fluyó la reunión. Mi socio puso en palabras su visión, antes de que yo dijera nada. Diría que me leyó no solo la mente sino el alma, y acordamos un camino a recorrer. Es una persona que siempre anteponía sus criterios de negocios en sus decisiones, y esta vez se detuvo en los aspectos humanos, anteponiéndolos a los intereses económicos.
Al salir caminé para volver a casa, agradeciendo profundamente al Espíritu por manifestarse; a mis compañeras, porque cada una me ilumina con su vida; y a mi padre, que siempre me enseñó el valor de la oración. Estaba dispuesta a caminar más liviana, cargando solo el uno por ciento.
Por C.K.
Atento a mis vecinos-hermanos
Durante el tiempo de esta pandemia, hace ya dos años, he tenido la gracia de trabajar cerca de casa y al aire libre. Vivo en un condominio de varias cuadras de edificios y trabajo para el comité de administración pintando las rejas de las cajas de las escaleras de ingreso a los departamentos. Así es como durante estos meses estuve en contacto con los distintos vecinos y vecinas que me ven haciendo el trabajo.
Cada vez que llego a un edificio nuevo, saludo amablemente y me presento a cada vecino que sube o baja. Le cuento que soy un vecino de otro sector y explico más o menos el trabajo que haré. Debido a esto, he tenido muchas ocasiones de amar concretamente.
Por ejemplo, un día, una señora adulta mayor con quien ya me había presentado, salió de su departamento y me pidió si podía llamar a una hermana suya, a lo cual accedí de inmediato, pero esta no contestaba. Resulta que esta vecina vive sola y no le funcionaba el teléfono fijo, que era su único medio de comunicación. Entonces, estaba algo angustiada. Le propuse llamar a la compañía para informar del problema. La comuniqué con una operadora, quien le explicó que el titular de la cuenta había cambiado el servicio de plan mensual a prepago, ya habían consumido los minutos incluidos y debía recargarlo. La cuenta del teléfono estaba a nombre de un hermano de la señora, que al parecer no le había informado bien del cambio, y la señora no lograba entender el procedimiento. Se lo expliqué nuevamente y comprendió. También la orienté para hacer la recarga. Ya más calmada, se fue a hacer el trámite. Al volver me agradeció mucho la ayuda.
Yo solo agradecí a Dios el hecho de hacerme estar atento a estos pequeños actos de amor a mis vecinos-hermanos.
Por Pablo Roa
“Todo lo vence el amor”
Con algunos amigos, adultos y jóvenes, con quienes compartimos el ideal de Chiara Lubich, concurrimos a la Fazenda, a profundizar la vida del carisma de la Unidad en encuentros de formación con los chicos que están haciendo su “caminata” en ese centro de recuperación.
Trabajo en el Ministerio de Desarrollo Social. Estoy convencida de que el compromiso social es fundamental para nuestra vocación y que debemos reforzarlo en todos los ambientes en los que nos movemos. Motivada e interpelada por la necesidad de encarnar el Evangelio, ir al encuentro del hermano abatido y del dolor que cada uno vive, comencé unas experiencias en el ámbito laboral que sensibilizaron y tocaron el corazón de muchas personas que se vieron impulsadas a involucrarse.
Desde el año pasado comenzamos a articular acciones con la Fazenda desde el Ministerio, llevando talleres de actividad recreativa y deportiva, de comunicación, peluquería, huerta, etcétera.
Hacia fin de año hubo un cambio de coordinador de la Fazenda y esto nos costó mucho, porque habíamos construido una fuerte unidad con el que se fue. En cambio, la relación con el nuevo coordinador me resultaba difícil; existían muchas diferencias y asperezas que pulir (sobre todo en la manera de relacionarse con los chicos). Solo con el amor sería posible lograrlo.
Sentí que tenía que convertirme y ser la primera en amar.
Hace unos días se realizó una visita institucional del Ministerio a la Fazenda, después de la cual se publicó un artículo en el boletín del Ministerio. Me pareció que sería un acto de amor enviárselo al nuevo coordinador y, efectivamente, con gran alegría y asombro me respondió: “¡Gracias por tanto!”.
Esta fue una clara respuesta de Dios: cuando nos enfocamos solo en el amor, dejando de lado las diferencias, ¡entonces el amor todo lo vence!
Y cuando el otro se siente amado y acompañado, puede cambiar y mejorar su actitud hacia los demás (en este caso, el coordinador mejoró notablemente para los chicos de la Fazenda).
Una vez más, tuve la certeza de que solo amando podemos tocar el corazón del otro.
Por María Luisa Picón