Muros invisibles que se levantan, sin darnos cuenta, a causa de miedos o prejuicios. La experiencia que realizó el equipo del Centro Episcopal de la Pastoral de Migrantes e Itinerantes (CEMI) con una mujer que recibía más asistencia de la que pensaban, resultó una fuerte instancia de aprendizaje y crecimiento. El hallazgo, según cuenta la hermana Constanza Di Primio, fue encontrar que, para aquella señora, la ayuda siempre había sido mucho más que un kit de asistencia humanitaria.
Para que tengan Vida y la tengan abundante (Jn. 10,10). “En esta afirmación de Jesús encontramos el corazón de su misión: hacer que todos reciban el don de la vida en plenitud, según la voluntad del Padre. En cada actividad política, en cada programa, en cada acción pastoral, debemos poner siempre en el centro a la persona, en sus múltiples dimensiones, incluida la espiritual”, decía el papa Francisco en la Jornada Mundial del Migrante y Refugiado de 2019.
Una experiencia vivida hace unos años, en lo más agudo de la crisis humanitaria de Venezuela, resume en parte mi servicio y, sobre todo, lo que voy aprendiendo al lado de migrantes y refugiados.
Hace unos años, descubrimos que una migrante a la que hacía tiempo acompañábamos y asistíamos, había encontrado (y aprovechado) “las fisuras” de comunicación entre las diferentes organizaciones dedicadas a acompañar a personas en situación de movilidad humana. En una palabra, obtenía de cada una de ellas beneficios muy similares en todo lo referente a la asistencia humanitaria. Esta acción, claramente, tenía consecuencias desfavorables, puesto que si alguien recibe más kits de asistencia, vouchers de comida o más ropa de la que necesita, habrá otra persona, con su misma necesidad, que se quedará sin recibir.
En particular, con esta migrante habíamos generado un vínculo de cercanía y confianza, con lo cual cuando caímos en la cuenta de su proceder, nos sorprendió y nos llevó a cuestionarnos sobre nuestra manera de acompañar. Puso también en evidencia la necesidad de mejorar los circuitos de comunicación entre las organizaciones que brindamos asistencia humanitaria. Y, en algún sentido, comenzamos a preguntarnos cómo sistematizar mejor los procedimientos para detectar estos casos. En términos simples, cómo abrir los ojos para que no nos pase de nuevo.
Al mismo tiempo, nos dimos unos días para pensar si llamábamos a esta persona para confrontar la situación, o si esperábamos un próximo pedido suyo para contarle que sabíamos de las otras asistencias que recibía. Esos días trabajamos con una mezcla de decepción e incomodidad. Porque lo cierto es que todos reconocíamos que, en el fondo, esa fue su estrategia de supervivencia, o tal vez el modo que encontró para mitigar la incertidumbre que su presente, nuevo y hostil, le ofrecía. Claramente no compartíamos esa estrategia, pero, por otra parte, sabíamos que tampoco estaba en nuestras manos el poder de juzgar su vulnerabilidad.
En definitiva, este proceder suyo, ¿no reproducía tal vez (en lo pequeño), el itinerario de su propio drama, cuando alguna vez alguien (al igual que ella en este caso) decidió en su país tomar para sí lo que era de todos? ¿No habrá experimentado ella también a ese alguien que decidió lucrar con las fisuras de un sistema cargado de intereses egoístas, alguien que (sin consultarle) la empujó a convertir su valija en su nueva casa? Sin duda, ella se quedó sin su parte, y aún peor, debió guardar todo lo que pudo en esa valija, ponerse en camino y dejar su historia, lugar y memoria para tener como único objetivo y horizonte impuesto, sobrevivir en tierra extranjera.
Este caso, simple en sí mismo, hizo resonar en nosotros aquellas palabras del papa Francisco: no se trata solo de migrantes, se trata de personas que han perdido todo o casi todo. Porque acumular uno o dos kits de higiene, un poco de dinero, un colchón o un kit escolar, no les devuelve nada, más bien le recuerda la precariedad de su presente y la incertidumbre de su futuro.
Pero esta anécdota se trata también de nuestros miedos, de nuestra pronta capacidad para juzgar o de tener claro lo que el otro debe hacer, levantando así muros invisibles. Barreras que, de una manera u otra, los hace sentir extranjeros. Barreras que la mayoría de las veces los hace sentir beneficiarios de programas de asistencia internacionales y, tal vez en pocas ocasiones, los hace sentir personas en proceso o simplemente nuestros hermanos.
¿Cómo terminó la historia? Dejamos reposar el tema durante una semana, y finalmente decidimos contarle a esta migrante que, entre las organizaciones que le brindamos asistencia, habíamos conversado y sabíamos que había requerido en cada una la misma ayuda, acumulando, en algún sentido, varios beneficios. Le explicamos que sería bueno focalizar la recepción de ayuda en una sola organización, para que su seguimiento y acompañamiento fuese más ordenado y para poder colaborar, entre todos, en el logro de una distribución justa y equitativa.
Fue una conversación dolorosa y sincera. Escuchamos una vez más su necesidad actual, su constante miedo a la escasez internalizada por lo vivido en su país, y puso ante nosotros su temor al futuro por encontrarse sola, con su edad avanzada y las pocas posibilidades de trabajar.
Al terminar la charla, preguntó: “¿Puedo pedirles solo una cosa más?”. Y casi como rompiendo todo lo acordado que habíamos conversado con ella, le dijimos que sí, mientras nos preguntábamos en silencio cuál sería el “material de asistencia” que pediría ahora. Entre lágrimas y sonriendo, expresó: “Por favor, no me retiren su amistad, sigan dándome su compañía, porque es lo más seguro que encontré desde que he llegado” •
* Por Hna. Constanza Di Primio
La autora es Hermana de la Congregación de las Esclavas del Sagrado Corazón de Jesús. Es abogada y colabora en el Área Legal y Documentación de la Comisión Episcopal de la Pastoral de Migrantes e Itinerantes (CEMI).