Testimonio de la vida cotidiana – Una aparición inesperada, un sí sin pensar y la manifestación de que Dios está al lado de nosotros.

Recogido por la redacción

Los últimos meses han sido muy agitados en el trabajo, lo que sumado a las obligaciones familiares de llevar y traer a mis hijos a la escuela y a sus diferentes actividades provocó que abandonara mi habitual entrenamiento matutino. Esto devino en un par de lesiones que me tuvieron a mal traer y me fueron quitando la posibilidad de jugar al fútbol los domingos, ese momento personal y necesario que me ayuda a despejar la cabeza del trajín de cada semana.

Si bien ir al gimnasio es una actividad que me resulta absolutamente aburrida, entendí que debía hacerlo por mi bienestar físico, no sólo para recuperarme de estas lesiones sino para prevenir futuras. Pero sobre todo porque sintiéndome bien sin dudas repercutiría en un bienestar integral.

Tampoco espiritualmente estaba muy bien. Ensimismado en las responsabilidades me di cuenta que mi relación con Dios estaba un poco distante. Más allá de algún que otro diálogo con Dios ante una necesidad puntual, en cierto sentido fui notando una especie de lejanía, una falta, un vacío que me es difícil poner en palabras.

Un día elegí ir al gimnasio a las 7 de la mañana, ni bien abría. En el contexto de esa soledad (había otras dos personas) se me ocurrió que en vez de contar el tiempo durante cada rutina física indicada por el profesor podía rezar algunos Padre Nuestro y Ave María. No sé si es el mejor método, pero de pronto me sirvió para resignificar ese momento y esa actividad que me resulta bastante tediosa.

Al salir del gimnasio todavía era muy temprano y no había mucha claridad. Subí al auto y una joven mujer se me apareció repentinamente, golpeándome la ventanilla. Con cierta desesperación me pidió si la podía acercar unas cuadras porque el colectivo no pasaba y estaba llegando tarde al trabajo. Me agarró totalmente desprevenido y sin pensarlo le dije que sí. Se subió en el asiento del acompañante, cargada con dos mochilas y con un gesto de alivio por este favor que le estaba haciendo.

Las 15 cuadras del trayecto sirvieron para conocer que se llamaba Daniela, que era terapista y que iba a asistir, como todos los días, a una anciana de 88 años que estaba recuperándose de una lesión de cadera.

Todavía hoy me pregunto de dónde salió esa mujer, en medio de esa penumbra y soledad de aquella mañana. Sigo sin encontrar la respuesta. Pero dentro de mí siento que hubo una Gracia especial para decir que sí, casi sin titubear. Un sí que me ayudó a salir de mí mismo, a ver la necesidad del otro y que me aportó algo de luz y cercanía con un Dios que se hace ver cuando menos lo imaginamos y que me dijo: “Yo te acompaño”.

Juan Ignacio

Esa compañía
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