Editorial de la edición de junio.

En la famosa novela infantil Charlie y la fábrica de chocolate, escrita por el inglés Roald Dahl en 1964, uno de los niños afortunados con el billete dorado que permite el ingreso a la planta de Willy Wonka lleva por nombre Mike Tevé. Seis décadas atrás, el autor británico describió a uno de sus personajes como apasionado por la televisión, especialmente por las historias de gangsters, una característica que lo llevaba a aislarse y a tener poco contacto con los demás. Cuarenta años después, cuando en 2005 se estrena el film de Tim Burton, el mismo personaje es adaptado a las costumbres del nuevo milenio, y entonces se lo ve concentrado en un videojuego donde abundan los disparos, mientras explica con suma inteligencia a los periodistas cómo hizo para conseguir el billete deseado, al mismo tiempo que sus padres se muestran absolutamente desconcertados frente a las palabras, emociones y gustos de su hijo.

Esa breve escena refleja, sin dudas de modo exacerbado, una situación que hoy se ha vuelto moneda corriente en muchas familias, donde la computadora o la consola de juegos han cobrado un protagonismo estelar durante buena parte de la jornada. Cada vez a una edad más temprana, niños, niñas y adolescentes ocupan sus horas de ocio –y más también– cumpliendo objetivos a través de una pantalla, un joystick y jugando individualmente o en red, según el caso.

La cultura gamer –ese vasto universo relacionado con el mundo de los videojuegos– se ha ido propagando a lo largo de las últimas décadas, potenciada en los últimos años por el confinamiento producto de la pandemia del covid 19, al punto que nuclea a millones de personas en todo el mundo, aficionados y profesionales, generando nuevas comunidades que tienen sus propias características de relación.

Incluso para quienes conformamos la redacción de Ciudad Nueva ha sido un desafío zambullirnos en un tema en parte desconocido, nutriéndonos de jóvenes que aportan una mirada desde adentro que puede ayudar a comprender no solo términos poco habituales en el vocabulario de los adultos sino modos y maneras de pensar y sentir de generaciones que crecen con hábitos diferentes.

¿En cuántas casas resuena con insistencia el pedido de los padres para que los hijos abandonen el sofá y los videojuegos para salir al patio, a la plaza o al parque a divertirse “como antes”? Ese reclamo coincide con las palabras del papa Francisco en la vigilia de oración durante la Jornada Mundial de la Juventud en Polonia, el 30 de julio de 2016. Bergoglio, luego de referirse a la parálisis y el encierro que pueden generar el miedo de salir al mundo, hizo hincapié en “otra parálisis todavía más peligrosa y muchas veces difícil de identificar; y que nos cuesta mucho descubrir. Me gusta llamarla la parálisis que nace cuando se confunde ‘felicidad’ con un ‘sofá/kanapa (canapé)’. Sí, creer que para ser feliz necesitamos un buen sofá/canapé. Un sofá que nos ayude a estar cómodos, tranquilos, bien seguros. Un sofá que nos garantiza horas de tranquilidad para trasladarnos al mundo de los videojuegos y pasar horas frente a la computadora. Un sofá contra todo tipo de dolores y temores. Un sofá que nos haga quedarnos encerrados en casa, sin fatigarnos ni preocuparnos. (…) Es probablemente la parálisis silenciosa que más nos puede perjudicar, que más puede arruinar a la juventud. (…) Sin darnos cuenta, nos vamos quedando dormidos, nos vamos quedando embobados y atontados”. No se trata de oponerse a la cultura gamer sino descubrir ante esos riesgos el invalorable aporte de los adultos que, acercándose al mundo de los videojuegos, pueden encontrar herramientas para acompañar a sus hijos en un uso equilibrado de estos cada vez más novedosos modos de entretenimiento que, como veremos en las páginas siguientes, se han convertido también en una industria que mueve millones de dólares en todo el mundo.

La búsqueda del equilibrio
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