Una mirada antropológica – El liderazgo comunitario puede ser un liderazgo de comunión, porque es la comunión el objetivo perseguido en primer lugar. Como la comunidad entera se nutre del liderazgo que cada uno de sus componentes puede y debe ejercer de acuerdo a sus propios talentos, el rol fundamental del líder es potenciar y hacer converger todas esas contribuciones personales.

Por Marisa Macor (Argentina)*

Comúnmente, cuando pensamos en liderazgo, nuestra mente lo asocia enseguida con una persona fuerte, carismática, al frente de un grupo más o menos grande, al que dirige en general a través del arte del convencimiento y la seducción. Para esto se requieren diversas técnicas, herramientas y estrategias que se enseñan en muchos cursos sobre liderazgo, sobre todo a nivel empresarial y político. Nada mal, tratándose en cierta manera del “arte” de influir sobre los demás.

Pero lo que suele suceder es que se olvida que esas técnicas refieren a una concepción de hombre y sociedad que las sustentan y las justifican. Pocas veces nos ponemos a pensar qué idea de hombre (de líder y liderados) está implícita en los distintos tipos de liderazgos que podemos visualizar.

Y es que todo liderazgo tiene a la base una específica antropología. En efecto, hay liderazgos personalistas, exitistas, sensacionalistas, que se proponen presentar líderes brillantes, superstars infalibles. Aun cuando hoy se haga tanto hincapié en el liderazgo de grupo, hay todavía mucho de esta concepción, basada en la competencia y el logro personal.

Hay otro tipo de liderazgo, también de figuras fuertes pero sobre la base del poder, representado en su caso extremo por los regímenes totalitarios. Estos se apoyan en una fuerte propaganda ideológica, necesitan la desacreditación de algún “enemigo” exageradamente inventado para justificar la propia exaltación de figuras-mesías, salvadores en tiempos de crisis, a las cuales responder con obediencia. Se genera un estrecho vínculo emotivo de dependencia, sea con la persona del líder como con el contenido del mensaje que propone, de fidelidad, exclusividad y, en extremo, de sumisión. Ciertamente, no hay cabida para los que piensan distinto.

Estamos haciendo, lógicamente, una extrapolación de conceptos que en la realidad social nunca se encuentran en estado puro, pero cuyos hilos se pueden reconocer en el entramado del tejido social, al nivel de pueblos como de grupos sociales menores.

Liderazgos individualistas y liderazgos colectivistas

En el primer caso estamos ante un modelo antropológico individualista, más interesado en su propio éxito que en el bien u objetivo común que se pueda alcanzar con su influencia sobre los otros. Modelo nacido en la modernidad a través de la teoría del contrato social, concibe individuos incapaces, en el fondo, de vivir y actuar juntos por un bien común, ya que “naturalmente” buscan en última instancia el bien individual. El bien común es, en todo caso, la suma de los bienes individuales que cada uno logra obtener en una competencia que no alcanza sino raras veces un plano de igualdad de condiciones. El líder, en este modelo, aunque pueda atender a los intereses de sus liderados, está en un plano superior de condiciones a la hora de la toma de decisiones, y es muy probable, por la antropología del interés particular que la nutre, que las aguas se inclinen para su molino. La igualdad, como valor social, queda afectada.

El segundo caso de liderazgo se apoya en una antropología colectivista, en la cual el individuo y sus intereses particulares quedan subsumidos en un supuesto bien común. Puede existir un plano de igualdad con gran sacrificio de parte de los individuos en la lucha por la causa común, incluso buena, pero puede degenerar en el aplastamiento de la iniciativa, la creatividad y la diversidad propias de cada persona en su búsqueda personal de realización. Ni se diga si la diversidad atañe al disentimiento con el fin mismo que la colectividad plantea. Es la libertad la que termina faltando en este modelo.

Aunque parezcan distintos, tanto en el primer caso como en el segundo, existe en la base un mismo principio individualista sobre el hombre: este es incapaz de buscar un bien común cuando vive y actúa junto a los otros. En efecto, para el individualismo, existir y actuar junto con otros son necesidades que el individuo debe aceptar para asegurarse su propio bien en medio de los “otros”, pero no responden a su esencia ni son útiles para ninguna de sus cualidades, ni a su desarrollo. “Los otros” son una limitación del individuo y las comunidades son solo un medio necesario1. De ahí que, en el caso del primer liderazgo, el bien común no sea propiamente común, sino que se equivalga a la suma de los intereses individuales, y se busque lo común sólo como un medio para alcanzar el bien propio. En el segundo caso, dado que el hombre es incapaz de buscar el bien común, éste debe imponerse a los liderados a través de la fuerza de la ideología o de la violencia física, más o menos sutil, del líder.

Por el contrario, para que la persona experimente como suya la acción realizada junto con otros, esto es, la sienta como propia, cada una, como sujeto libre, debe ver y reconocer en el bien perseguido mediante esa acción un valor y un bien que le es propio, y que se necesita también de su acción para conseguirlo. Es ahí entonces cuando verdaderamente participa en la acción, esto es, no sólo cuando realiza su parte co-operando con otros materialmente, sino y fundamentalmente, cuando adhiere interiormente al valor que la motiva.

Pueblos originarios y liderazgo relacional

Evidentemente ni el individualismo ni el colectivismo son las antropologías que favorecen a liderazgos más participativos y comunitarios. Estos se sostienen sobre la base de una antropología más relacional, en el sentido de que supone al hombre no como individuo, sino en relación intrínseca con la comunidad y con el cosmos.

Son los pueblos originarios, como los pueblos andinos, los que nos brindan un ejemplo de esta relacionalidad universal. En el ámbito social, esa relacionalidad se plasma en formas de liderazgos más comunitarios. El protagonismo no está ejercido exclusivamente por quien ejerce la autoridad: esta, desempeñada rotativamente, “manda obedeciendo” a la comunidad que delibera y decide participativamente a través de sus dinámicas asamblearias. Los principios de relacionalidad (complementariedad, correspondencia y reciprocidad) rigen todas las organizaciones sociales y económicas. Las prácticas como el trueque y el intercambio y las formas sociales del ayni (ayuda mutua) los manifiestan. Por ejemplo, para la siembra, la cosecha, la construcción de la morada o en fiestas particulares (matrimonio o bautizo) o comunitarias (fiestas patronales), los demás miembros del ayllu2 le ayudan a otro miembro; y éste, como retribución, también les ayudará en el momento oportuno. No se trata de una acción opcional, sino que hace parte de una concepción relacional cósmica: así como gratuitamente te ofrecieron tienes que corresponder proporcionalmente, para mantener el equilibrio social y cósmico entre las partes actuantes en la complementación, entre los miembros de la pareja, de la familia, de la comunidad, con la naturaleza y con la divinidad.

Antropología relacional trinitaria

Por último, quisiéramos señalar otra antropología relacional capaz de sustentar un liderazgo comunitario, abierto, participativo, en el cual cada uno de los miembros de la comunidad, valorado en su ser y en sus talentos, se alterna en el ejercicio del liderazgo según una diversificada aportación de los propios dones. Una antropología en la cual también hay reciprocidad, pero una reciprocidad que nace de una mutua y libre donación de sí.

Esta antropología tiene sus raíces en la concepción cristiana de la Trinidad. Podríamos llamarla “antropología relacional trinitaria”. En esta visión, la pertenencia al entretejido del cosmos es percibido y vivido desde la lógica de amor que el Modelo le imprimió a su Creación, lógica que el ser humano logra leer por detrás de la armonía de la naturaleza; pero sobre todo la imprimió en el corazón de la persona humana, en su esencia comunitaria. En efecto, análogamente a las relaciones de amor recíproco que las Personas de la Trinidad (Padre, Hijo y Espíritu Santo) guardan entre sí, las personas y comunidades humanas están llamadas a vivir esa donación de sí en la libertad y la reciprocidad. El resultado es el bien común verdaderamente tal, es decir, aquel que, producto de la co-creación de todos y de cada uno, pertenece a cada uno y a la entera comunidad, realizando a cada uno en su ser personal y comunitario a la vez.

Podemos preguntarnos: ¿qué tipo de liderazgo puede existir desde esta antropología, aun lógicamente con todas limitaciones que tiene la condición humana?

Ante todo, el resultante es que el líder tiene en cuenta la generación de la comunidad y el bien común de la misma como objetivos prioritarios. El liderazgo comunitario se transforma en un liderazgo de comunión, porque es la comunión el objetivo relacional perseguido en primer lugar.

Como la comunidad entera se nutre del liderazgo que cada uno de sus componentes puede y debe ejercer de acuerdo a sus propios talentos, aportes y funciones dentro de ella, el rol fundamental del líder es justamente el de potenciar y hacer converger todas esas contribuciones personales.

Pero, dado el carácter histórico-procesual de todo liderazgo y la condición de imperfección que todo proceso humano de crecimiento y transformación tiene, cuando hablamos de donación, hablamos de un requisito imprescindible en el líder: su disposición a enfrentar el sacrificio, los fracasos e incomprensiones, la soledad y los conflictos que la donación requiere para generar la reciprocidad y, con ella, la comunión.

El líder de comunión no elimina estos elementos de la contingencia humana, sino que los asume y da un sentido; no los descarta abandonando la lucha, sino que los aprovecha en la línea de la transformación. Cuando esta clave ha sido aceptada por el líder, y mantenida y reforzada en el tiempo gracias a la comunión con los otros que, reciprocando, asumen la misma actitud, le permite continuar sin desmoralizarse en sus ideales, aprender de los errores, encontrar otros caminos.

Y finalmente, le permite generar junto a los otros la comunidad que, como un “nosotros” (sujeto colectivo), asume ella misma un liderazgo comunitario •

*La autora es Doctora en Filosofía, docente en el Instituto Universitario Sophia y miembro de su Comisión coordinadora en América Latina y el Caribe.

1.  Cfr. Wojtyla, K: Persona y acción.

2. Nombre de las comunidades andinas de origen pre hispánico.

Liderazgo, comunidad y bien común
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