Releyendo a Chiara – La La fundadora de los Focolares escribió este texto el 29 de octubre de 1949, en los años posteriores a la Segunda Guerra. En el contexto actual y ante la proximidad de la Pascua, sus palabras se hacen actuales.

Si contemplo Roma tal como es, veo mi Ideal lejano como lejanos están los tiempos en que los grandes santos y los grandes mártires iluminaban a su alrededor, con la luz eterna, incluso los muros de estos monumentos que todavía hoy se alzan para dar testimonio del amor que unía a los primeros cristianos.

Con un estridente contraste, el mundo con sus impurezas y vanidades reina ahora en las calles y, más aún, en los escondrijos de las casas donde se halla la ira con todo tipo de pecado y agitación.

Y llamaría utopía a mi Ideal si no pensara en Aquel que también vio un mundo como este que lo rodeaba y que, en la culminación de su vida, pareció arrollado por él, vencido por el mal.

Él también miraba a toda esta muchedumbre a la que amaba como a sí mismo; Él, que la había creado y que quería establecer los vínculos que debían reunirla con Él, como a hijos con el Padre, y unir hermano con hermano.

Había bajado para recomponer la familia: para hacer de todos uno.

Y en cambio, no obstante sus palabras de Fuego y de Verdad que quemaban la hojarasca de las vanidades que encubren lo Eterno que hay en el hombre y que pasa entre los hombres, la gente, mucha gente, aun comprendiendo, no quería entender y permanecía con los ojos apagados porque su alma estaba a oscuras.

Y todo esto porque los había creado libres.

Él podía, habiendo bajado del Cielo a la tierra, resucitarlos a todos con una mirada. Pero −porque habían sido hechos a imagen de Dios− tenía que dejarles la alegría de la libre conquista del Cielo. Estaba en juego la Eternidad, y por toda la Eternidad ellos podrían vivir como hijos de Dios, como Dios, creadores (por Omnipotencia participada) de su propia felicidad.

Miraba el mundo tal como lo veo yo, pero no dudaba.

Insatisfecho y triste por todo lo que se precipitaba a la ruina, contemplaba, rezando de noche, el Cielo allá arriba y el Cielo dentro de sí, donde la Trinidad vivía y era el Ser verdadero, el Todo concreto, mientras que fuera, por las calles, caminaba la nulidad que pasa. Y también yo hago como Él para no desprenderme de lo Eterno, de lo Increado, que es raíz de lo creado y por tanto la Vida del todo, para creer en la victoria final de la Luz sobre las tinieblas.

Paso por Roma y no la quiero mirar. Miro el mundo que está dentro de mí y me aferro a lo que tiene ser y valor. Me hago un todo con la Trinidad que descansa en mi alma iluminándola de Luz eterna y llenándola de todo el Cielo poblado de santos y de ángeles que, al no estar sujetos a espacio ni a tiempo, pueden encontrarse todos reunidos con los Tres en unidad de amor en mi pequeño ser.

Y tomo contacto con el Fuego que, al invadir toda la humanidad que Dios me dio, me hace otro Cristo, otro hombre-Dios por participación, de modo que mi humanidad se funde con lo divino y mis ojos ya no están apagados, sino que, a través de la pupila que es vacío del alma, por el que pasa toda la Luz que hay dentro (si dejo vivir a Dios en mí), miro al mundo y las cosas; pero ya no soy yo la que mira, es Cristo el que mira en mí y de nuevo ve ciegos a los que iluminar, mudos a los que devolver el habla y tullidos a los que hacer andar. Ciegos a la visión de Dios dentro y fuera de sí. Mudos a la Palabra de Dios que, sin embargo, habla en ellos y que podrían transmitir a los hermanos despertándolos a la Verdad. Tullidos inmovilizados, que ignoran la divina voluntad que desde el fondo del corazón los estimula al movimiento eterno que es el Amor eterno, en el que, si transmitimos Fuego, somos incendiados.

Y así, si abro de nuevo los ojos al exterior veo a la humanidad con la mirada de Dios, que todo lo cree porque es Amor.

Veo y descubro en los demás mi misma Luz, mi verdadera Realidad, mi auténtico yo en los otros (quizá oculto o secretamente camuflado por vergüenza) y, al volver a encontrarme a mí misma, me reúno conmigo resucitándome −Amor que es Vida− en el hermano.

Resucitando en él a Jesús −otro Cristo, otro hombre-Dios, manifestación de la bondad del Padre aquí abajo, mirada de Dios sobre la humanidad−, prolongo así en el hermano al Cristo que hay en mí y compongo una célula viva y completa del Cuerpo Místico de Cristo, célula viva, hogar de Dios, que posee el Fuego para comunicar y, con él, la Luz.

Es Dios, que de dos hace uno, situándose como tercero, como relación entre ellos: Jesús entre nosotros.

Así el amor circula y se lleva consigo naturalmente (por la ley de comunión ínsita en él), como un río de fuego, cualquier otra cosa que los dos poseen para poner en común los bienes del espíritu y los bienes materiales.

Y éste es testimonio práctico y externo de un amor unitivo, el verdadero amor, el de la Trinidad.

Entonces, Cristo entero revive de verdad en ambos, en cada uno y entre nosotros.

Él, el hombre-Dios, con las más variadas manifestaciones humanas impregnadas de lo divino, puestas al servicio del fin eterno: Dios con el interés del Reino y −dominador de todo− dispensador de todo bien a todos los hijos, como Padre sin preferencias.

Pienso que, dejando vivir a Dios en mí y dejándolo amarse en los hermanos, se descubriría a sí mismo en muchos, y muchos ojos se iluminarían con su Luz: signo tangible de que Él reina en ellos.

Entonces el Fuego, destructor de todo al servicio del Amor eterno, se difundiría como un relámpago por Roma para resucitar en ella a los cristianos y hacer de esta época, fría porque es atea, la época del Fuego, la época de Dios.

Pero es preciso tener el valor de no prestar atención a otros medios, para suscitar un poco de cristianismo y para que resuenen las glorias pasadas, o al menos, poner estos otros medios en segundo lugar.

Es necesario que Dios renazca en nosotros, mantenerlo vivo y volcarlo sobre los demás, como oleadas de Vida, y resucitar a los muertos. Y mantenerlo vivo entre nosotros amándonos (y para amar no es preciso hacer ruido: el amor es muerte a nosotros mismos −y la muerte es silencio− y vida en Dios −y Dios es el silencio que habla−).

Entonces todo se revoluciona: política y arte, escuela y religión, vida privada y diversiones. Todo.

Dios no está en nosotros como el Crucifijo que cuelga a veces, casi como un amuleto, de la pared de un aula escolar. Está vivo en nosotros −si lo dejamos vivir− como legislador de toda ley humana y divina, pues todas son obra suya. Y Él, desde lo más íntimo, dicta cada cosa, nos enseña −como Maestro eterno− lo eterno y lo contingente, y a todo da valor.

Pero esto no lo entiende sino aquel que lo deja vivir en sí viviendo en los otros, pues la vida es amor y si no circula no vive.

Hay que resucitar a Jesús en la Ciudad eterna e introducirlo por doquier. Es la Vida y la Vida completa. No es solo un hecho religioso…. Este separarlo de la vida entera del hombre es una herejía práctica de los tiempos presentes, y un poner al hombre al servicio de algo que es menos que él, y relegar a Dios, que es Padre, lejos de sus hijos.

No, Él es el Hombre, el hombre perfecto, que resume en sí a todos los hombres y toda verdad, el impulso que ellos pueden sentir para elevarse al lugar que les es propio.

Por eso, el que ha encontrado a este Hombre ha encontrado la solución a cualquier problema, humano y divino. Basta que se lo ame.

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Extractado de: Lubich, Ch. (2017). La doctrina espiritual. Buenos Aires: Ciudad Nueva.

Imagen: Javier González Toledo

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