De la vida cotidiana – Dos simples y contundentes testimonios sobre la importancia de hacer nuestra parte y cómo Dios se encarga de lo demás.
Recogidos por la redacción
Dios tenía otros planes
Desde mis tiempos de juventud, siempre admiré la forma de vida de los primeros cristianos. Me hubiera gustado vivir así, vender todo y ponerlo en la bolsa común. La realidad de la vida moderna solo permite vivir de esta forma a los consagrados o a aquellos que no tienen una familia. De igual modo, desde joven traté de vivir la comunión de bienes al máximo, si bien no siempre fue fácil.
Con una cultura del trabajo muy arraigada (quizás demasiado) pudimos llevar una vida familiar de clase media sin lujos de ningún tipo, siempre tratando de ahorrar algo para la vejez. Así fue que pudimos comprar dos pequeños departamentos que pensábamos alquilar para cuando mi jubilación no alcanzara, ya que aporté abundantemente durante 40 años, pero nuestras injustas leyes solo cuentan los últimos 10 años aportados.
Actualmente estoy jubilado, pero sigo trabajando de manera independiente, ya que no siempre son suficientes los ingresos. Pensábamos poner los dos departamentos en alquiler temporario que reditúan en dólares, pero Dios tenía pensada otra cosa muy distinta.
Uno de los departamentos quedó para uso familiar de una de mis hijas que lo necesitaba y en el otro está actualmente viviendo de manera permanente una persona que también precisaba una vivienda. Este departamento está amoblado, sin contrato legal con el inquilino, pagando como alquiler con mucho esfuerzo un valor muy inferior al de mercado. Ver su situación de necesidad me llevó a ofrecérselo sin pensar en lo que “perdería” económicamente.
La posibilidad de compartir este departamento nos hace sentir como los primeros cristianos y, gracias a la Providencia de Dios, puedo seguir trabajando y generando los recursos necesarios, aunque esto signifique que debamos privarnos de algunos gustitos.
Sergio Schone
Confianza absoluta en Dios
Regresando de mi trabajo, algo que hago habitualmente en automóvil, al llegar a un semáforo, frené y vi a mi izquierda un señor viejito que caminaba por la vereda en el mismo sentido que yo. Me quedé observando y él también reaccionó mirándome. Se acercó al auto y me dijo si podía llevarlo. En esos segundos se me pasaron muchas cosas por la cabeza, pero rápidamente pensé en Jesús que habita en cada persona y le pregunté hasta dónde iba y a qué lugar se dirigía. Sólo entendí que lo acercara un poco, una cuadra. El tiempo de espera estaba marcado por la luz roja del semáforo.
Fue así que le dije que se subiera, confiando ciegamente en que estaba haciendo un bien.
Lo hizo en el asiento de atrás, que era lo más rápido para él. Giré sobre mi izquierda, avanzando unas dos cuadras, frené en otro semáforo y le pregunté de nuevo hasta dónde iba. De pronto abrió la puerta y se bajó, sólo atiné a rezar que no viniera nadie de atrás y lo atropellara, porque había parado en el medio de la calle.
Se subió a la vereda y siguió caminando en otra dirección a la que veníamos. No pude ni saber su nombre.
Muchas cosas fueron las que pensé y las que algunos me dijeron al contar lo sucedido. La “Parábola del Buen Samaritano” fue el mayor consuelo y alivio para la situación que tuve.
Actualmente, asumir riesgos es un desafío en cada una de las acciones solidarias que nos dispongamos a hacer. Pero está bueno estar preparado y atento al fuego interior que nos movilice.
Roque Frontera