El Movimiento de los Focolares relaciona su nacimiento al “sí perenne” a Dios, pronunciado por Chiara Lubich el 7 de diciembre de 1943. El Padre Casimiro, director de las terciarias franciscanas, fue a hablar de San Francisco a las maestras del orfanato de Cognola, cerca de Trento, y le llamó la atención la reacción de Silvia Lubich: “Padre, nunca había oído tales cosas, yo también quiero este fuego de amor, quiero llevarlo al mundo”.

Fue así como, cuenta el padre Casimiro, “volví varias veces al orfanato a predicar y, al ver su entusiasmo, le confié a otras jóvenes y sucedió lo impensable”. (Avvenire, 23/01/2010).

Silvia ingresará en la Tercera Orden Franciscana y tomará el nombre de Chiara. Cuando pidió entregarse “enteramente a Dios” con el voto de castidad, el Padre Casimiro trató de presentarle las consecuencias, pero Chiara se mantuvo firme en la decisión que había tomado.

La consagración

Fue el 7 de diciembre de 1943. “Me levanté alrededor de las 5 de la mañana. Me puse el mejor vestido que tenía, a pesar de que era muy sencillo, y caminé por toda la ciudad hacia un pequeño colegio. (…) Se desató una fuerte tormenta, de modo que, tuve que abrirme camino con el paraguas hacia adelante. También esto tenía su significado. Me parecía que expresase que el acto que estaba haciendo encontraría obstáculos. Esa furia del agua y del viento en contra parecían un símbolo de algo hostil. (…)

La pequeña iglesia estaba bien decorada. Al fondo había una Virgen Inmaculada. Frente al altar, más allá de la barandilla del presbiterio, estaba cuidadosamente preparado un reclinatorio. (…) Antes de la comunión, en un instante, vi lo que estaba a punto de hacer: había cruzado un puente consagrándome a Dios; y el puente se derrumbaba a mis espaldas, nunca podría volver al mundo. Sí, porque mi consagración no fue simplemente una fórmula que leí después frente a la Eucaristía: “Hago mi voto de castidad perfecta y perpetua”; era otra cosa: me estaba casando. Me casaba con Dios”1.

En ese periodo, Dori Zamboni iba a recibir clases con Chiara porque se estaba preparando para la universidad: “Yo estaba en su casa -comenta Dori- donde me daba clases. La estaba esperando. La vi llegar, desbordante de alegría, en un júbilo indescriptible. Diría que estaba saltando de alegría. Estaba feliz, feliz”2.

Unas semanas más tarde, en la misa de medianoche de Navidad, las amigas de Chiara notaron que estaba llorando, Chiara explicó que consagrarse a Dios era un acto libre; pero la renuncia a su propia voluntad ¿cómo o dónde podría tener lugar? ¿A lo mejor enclaustrada? Sin embargo, incluso entre lágrimas, concluía: “Si Dios me lo pide, estoy dispuesta”. Habló de esto con el sacerdote, pero él con firmeza manifestó: “Absolutamente no, no es voluntad de Dios para usted”. Chiara comprendió que “se puede llegar a ser santo en un estado de perfección, pero que también se puede llegar a ser santo en la perfección del estado, es decir, haciendo bien la voluntad que Dios te presenta, aunque te parezca menos bonita que la del otro, o de la que te gustaría hacer. (…) Lo que verdaderamente importa es la voluntad de Dios”.

Dori, recordando ese momento, repite el gesto de los brazos completamente abiertos de Chiara, cuando dijo: “Comprendí en ese momento que podía abrir una puerta a la voluntad de Dios para el mundo entero”.

Exactamente un mes después, el 24 de enero de 1944, el padre Casimiro hizo una pregunta, y nunca sabría explicarse por qué la hizo, sobre cuál fue el mayor dolor de Jesús. Chiara hace algunas conjeturas, pero él aclara que fue cuando Jesús gritó: “¿Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” Para Chiara es “una revelación y una llamada”.

Vinculada al voto del 7 de diciembre de 1943, hay también una promesa: no abandonar la ciudad. El peso de ese compromiso se pondrá a prueba el 14 de mayo de 1944. Después de un bombardeo que también destruyó su casa, la familia Lubich se ve obligada a evacuar, pero Chiara había jurado quedarse en Trento, por lo cual, la improvisada habitación que  encontró con sus primeras compañeras será considerada como el primer “focolar”, lo que ella había vislumbrado años antes en la casita de Loreto.

1 C. Lubich, Hoy la Obra cumple treinta años, Rocca di Papa, 7 de diciembre de 1973, grabación de vídeo.
2 De una conversación con Dori Zamboni (1926-2015), que tuvo lugar en Albano (Italia) , en noviembre de 2001.

Nosotros creemos en el amor

(Era 1942). Daba todavía clases. Un sacerdote que estaba de paso -yo tenía una gran consideración por los sacerdotes- tal vez conociendo mi tendencia religiosa, llamó a la puerta de mi clase. Me preguntó si podía decirme algo y me pidió que ofreciese una hora de mi jornada por sus intenciones. Le respondí: ¿Por qué no toda la jornada? Impresionado por esta generosidad juvenil, me hizo arrodillar y me bendijo diciéndome: “Recuérdese que Dios la ama inmensamente”.

A partir de aquel momento descubro a Dios presente por doquiera con Su amor: durante el día, por la noche, en mis entusiasmos, en mis propósitos, en los acontecimientos gozosos y alentadores, en las situaciones tristes, escabrosas y difíciles. Él está siempre allí, está presente en todo lugar y me explica. ¿Qué es lo que me explica? Que todo es amor: lo que soy y lo que me sucede; lo que somos y lo que nos concierne; que soy hija suya y que Él es mi Padre; que nada escapa a su amor, ni siquiera los errores que cometo porque Él los permite; que su amor envuelve a los cristianos como yo, a la Iglesia, al mundo, al universo. Me sostiene y hace que me percate de que todo y todos son otros tantos frutos de su amor.

La conversión se ha realizado. La novedad ha centelleado frente a mi mente: sé quién es Dios, Dios es Amor.

Dios es Amor. Somos conscientes de ello, estamos persuadidas hasta lo más hondo. Todo cambia en nuestra vida. La sonrisa aflora continuamente en nuestros labios, en las contrariedades de la guerra, también en las separaciones y bajo los bombardeos e incluso ante la muerte: todo, todo es expresión del amor de Dios.

Él deposita esta fe novísima en Dios-Amor en nuestro corazón, como si enterrara una semilla en un terreno. Éste es nuestro gran, grandísimo descubrimiento. El mundo que nos rodea no lo sabe. Comunico la novedad a todos los que puedo: a mi madre, a mi padre, a mis hermanas, a mi hermano, a las amigas. Nosotras creemos en el amor. Esta es nuestra nueva vida. Por esto manifestamos el deseo de ser enterradas -en el caso de que por la guerra muriéramos- en una única tumba con una misma frase escrita, porque éste era nuestro “ser”:  “Y nosotros hemos creído en el amor”. (Cf. Jn.4,16)

De un discurso a los obispos amigos del Movimiento (13 de febrero de 1979).

Un Sí para siempre
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