Guerra en Ucrania – El autor es italiano, vive en Rusia desde hace 36 años, es sacerdote y monje de la Iglesia ortodoxa rusa. Hace dos años fue centro de atención de las crónicas rusas por haber recibido en su iglesia, en el centro de Moscú, a 200 jóvenes manifestantes que huían de la violencia de la policía.

Por Giovanni Guaita

Muchos me preguntan cómo se vive la guerra desde aquí, desde Moscú. No es fácil responder. No es fácil hablar del enfrentamiento entre David y Goliat, cuando te encuentras en la parte de Goliat sin haberlo elegido ni querido.

Para mí resulta, al mismo tiempo, un crimen y una locura; para mí, como para tantos ciudadanos rusos, más allá del dolor se experimenta también la vergüenza, un oscuro sentimiento de culpa comunitaria. Por desgracia, lo más triste, más aun que la violación del derecho internacional, es el escándalo de las víctimas: centenares, según las fuentes oficiales, pero muy posiblemente miles. Y luego la destrucción, la ruina, la angustia, la desesperación, la huida de la propia tierra, el llanto de los niños, mujeres y hombres inocentes.

¿Qué decir sobre esta locura cuando sabes perfectamente que estás del lado del error y te preguntas desesperadamente qué puedes hacer para frenar todo esto? En Rusia, desde hace años, los medios de comunicación del gobierno (es decir, casi todos los periódicos, radios, canales de televisión, sitios de información) demonizan a Ucrania y a Occidente e impulsan la nueva ideología estatal del “patriotismo”: una ensalada rusa de nostalgia soviética, ortodoxia, imperialismo y estalinismo.

La tímida y escasa oposición es cada vez más perseguida. La principal emisora de radio y señal de televisión vía internet de la oposición han sido clausuradas. Existen leyes que castigan severamente la “falsificación de la historia”, es decir, cualquier interpretación que no corresponda a la oficial del gobierno. En estos días está prohibido utilizar expresiones como “guerra”, “invasión”, “víctimas civiles”: se trata de “una operación militar para la liberación y desnazificación de Ucrania”.

Las redes sociales, teléfonos fijos y celulares, y la mayor parte de las aplicaciones de mensajería, están siendo controlados. En estos últimos días Internet se ha lentificado de manera notable. Ya desde el comienzo de las operaciones bélicas en Moscú y muchas otras ciudades algunos manifestantes se reunieron en las plazas coreando o llevando carteles con la frase: “No a la guerra”. Fueron dispersados por las fuerzas del orden, varios miles de manifestantes fueron arrestados, llevados a prisión, procesados, condenados y multados. 

Los estudiantes que participan en las manifestaciones son expulsados de la universidad; los trabajadores, dados de baja. También aquellos que se han manifestado con “protestas individuales”, aunque permitidas por la ley, han sido arrestados. Los representantes más conocidos de la oposición reciben, en sus casas por la noche, la visita de agentes de la policía que les advierten que no participen de ninguna manifestación pública.

La moneda rusa, el rublo, se ha derrumbado. En un solo día hemos perdido los ahorros reunidos durante meses. Pero sin dudas lo peor está por venir. Ciertamente, la crisis económica solo está comenzando. ¿Qué hará Rusia si consigue incluso poner a Ucrania de rodillas, si la conquistara por completo? Someterlo sería posible solo a través de la represión y el terror. Y esto significaría, para Rusia, afrontar una guerra partisana, enormes gastos y pérdidas, y muy probablemente un terrorismo doméstico.

El escenario que se avecina después del final de esta aventura militar, también para Rusia, es absolutamente sombrío: crisis económica, descontento de la población, aumento de la oposición, represión violenta de cualquier disenso, colapso del régimen, tal vez guerra civil.

Lo más triste en todo esto son las víctimas fatales. No solo ucranianas, ya que es probable que hasta aquí sean más numerosas las rusas. Se habla de miles de soldados rusos asesinados. Un obispo ortodoxo ucraniano pidió a las autoridades rusas recoger los cuerpos para darles sepultura, pero el gobierno federal no reconoce una sola víctima. La posición oficial de la Iglesia ortodoxa rusa es temerosa. Las pocas declaraciones de las más altas autoridades eclesiales son tímidas y lamentablemente ambiguas. En cambio, el jefe de la Iglesia ortodoxa ucraniana del Patriarcado de Moscú ha asumido una posición de clara condena de la guerra, exhortando a todos a apoyar la integridad territorial y la independencia de Ucrania.

Yo soy sacerdote y monje de la Iglesia ortodoxa rusa. Si bien tengo pasaporte italiano, vivo en Rusia desde hace más de 35 años y estoy a la espera de recibir la ciudadanía local. La Cancillería ha aconsejado vivamente a los italianos aquí residentes que abandonen Rusia. Yo no tengo ninguna intención de huir. Estoy aquí para compartir, en la alegría y en el dolor, la vida de la gente de esta tierra. Y también la frustración de no poder hacer nada, la vergüenza, el sentimiento de culpa.

El día del ingreso de las tropas rusas en el territorio ucraniano pensé en organizar una oración pública por la paz. Pero escuché a varios hermanos que me comentaron que estaban terriblemente asustados ante la idea de hacer esto en una iglesia, aunque después de los temores iniciales comenzamos a hacerlo todas las tardes. Un pequeño grupo de sacerdotes ortodoxos escribió una petición pública de condena de la guerra y exhortación a la paz.

Los rusos y los ucranianos son ortodoxos, hermanos en la fe: ambos han recibido juntos el bautismo, en Kiev, llamada en ruso “la madre de las ciudades rusas”.

“Exhortamos a las partes contendientes al diálogo –se dice al final del mensaje público de los sacerdotes ortodoxos– porque no existe otra alternativa a la violencia. Solo la capacidad de escuchar al otro puede darnos la esperanza de una salida del abismo en el cual nuestros países han sido precipitados en pocos días. Permítanse ustedes, y a todos nosotros, entrar en la Cuaresma con espíritu de fe, esperanza y caridad. ¡Detengan la guerra!”.

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Artículo publicado en www.cittanuova.it. Traducido por Lorena Clara Klappenbach.

Un testimonio desde Moscú
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