Este texto de Chiara de 1961 nos permite soñar, creer y colaborar para que se haga realidad el testamento de Jesús: “Que todos sean uno”. Y llevar a cabo el proyecto de unidad sobre la familia humana. El mundo sería, ante todo y principalmente, un lugar de encuentro.
Unidad: palabra divina. Si en un determinado momento fuese pronunciada por el Omnipotente y los hombres la llevasen a la práctica en sus más variadas aplicaciones, veríamos el mundo detenerse de golpe, en su marcha general, como en una película, y reanudar la carrera de la vida en dirección opuesta. Innumerables personas darían marcha atrás en el largo camino de la perdición y se convertirían a Dios, encaminándose por la senda estrecha… Familias desmembradas por peleas, heladas por las incomprensiones, por el odio, y destrozadas por los divorcios, se recompondrían. Y los niños nacerían en un clima de amor humano y divino y se forjarían hombres nuevos para un mañana más cristiano.
Las fábricas, muchas veces reunión de “esclavos” del trabajo en un clima de tedio, si no de blasfemias, se convertirían en lugares de paz, donde cada uno realizaría su trabajo para bien de todos.
Y las escuelas superarían los límites de la ciencia, poniendo conocimientos de todo tipo al servicio de la contemplación eterna, aprendida en los pupitres como en un cotidiano desvelarse de misterios, intuidas a partir de pequeñas fórmulas, de simples leyes, incluso de los números…
Y los Parlamentos se convertirían en un lugar de encuentro entre hombres a los que −más que la idea que cada uno sostiene− les urge el bien de todos, sin engaño de hermanos ni de patrias.
En definitiva, veríamos al mundo hacerse más bueno y al Cielo bajar como por encanto a la tierra, y la armonía de la creación servir de marco a la concordia de los corazones.
Veríamos… ¡Es un sueño! ¡Parece un sueño!
Y, sin embargo, Tú no pediste menos cuando oraste: “Que se haga tu voluntad en la tierra como en el cielo” (Mt 6, 10).
Chiara Lubich