Vivo en un barrio de Córdoba donde hay mucha afluencia de personas inmigrantes, especialmente de la región andina de Latinoamérica.
Una mañana entré a una verdulería para hacer las compras del almuerzo y al acercarme a pagar, veo junto a mí a un hombre con rasgos, expresión y acento marcadamente andinos, que estaba haciendo los trámites para saldar su compra.
Mientras espero mi turno, levanto la vista y descubro en una estantería un gran frasco cuyo nombre indicaba su contenido: “Quinoa”. A decir verdad, hasta el momento no la he incluido en mi alimentación por desconocimiento.
Se me ocurre que es una buena ocasión para escuchar hablar de la planta a quien seguramente tiene un conocimiento experiencial de la misma. Expreso en voz alta el nombre de la planta, comento que no la conozco, nunca la he comido. Fue casi una provocación para el diálogo: el hombre inmediatamente reaccionó y comenzó a brindarme información que brotaba de sus saberes originarios, hechos cuerpo y corazón, que ponían al descubierto su profunda relación con la naturaleza. “Soy de Colombia”, me dijo, “y allí la consumimos mucho por su valor altamente nutritivo”, y continuó brindándome más datos sobre las características de la “quinoa”.
Le agradecí inmensamente al despedirse y luego, al acercarme a pagar, intuí que el dueño de la verdulería también era de ascendencia andina, no solo por sus rasgos físicos, sino por su actitud, pues había seguido en profundo silencio de adhesión lo hablado.
A él le expresé: “Veo que el desplazamiento de personas que hoy se da en el mundo es una oportunidad para aprender unos de otros”. Inmediatamente él empezó a hablar, como si hubiera estado pacientemente esperando su turno. Me compartió que era de procedencia boliviana, aunque conocía mucho de la gran región andina. Me contó de las comidas que prepara su esposa con este alimento y los pasos a tener en cuenta para su mejor cocción.
Agradecí su generosa transmisión de saberes y al salir experimenté la gran alegría de conocernos, que nace de un desafío de apertura hacia el otro, donde ponemos en juego la escucha, aceptación, respeto e interés genuino, y donde cada gesto se convierte en vínculo esperanzador con horizonte de fraternidad universal.
Por María Teresa




Hoy leí un comentario en las redes sociales que decía: “La comida no es para competir, es para compartir”.
Casualmente, después me encontré con este escrito que también habla sobre el acto de compartir. A veces, con un simple comentario podemos desencadenar muchas conexiones. En este caso, sin planearlo y sin buscar ese encuentro, terminaron uniéndose personas de tres países diferentes.
No solo intercambiaron una receta sobre cómo preparar la quinoa, sino que, sin darse cuenta, crearon comunidad. Y es muy probable que sean justamente estos pequeños gestos los que transforman nuestro día a día: un simple comentario capaz de generar alegría en otra persona.