Frente al alzhéimer – Corría el año 2016 cuando a mi esposa Laura le diagnosticaron mal de Alzheimer a sus 49 años. Al principio sentí que era el golpe final de una vida exigente que no se cansaba de presentarme dificultades para sortear. Quizás, en estas líneas, aparezcan conceptos o criterios que podrían ser criticados o corregidos por algún profesional de la salud, pero contaré algo de mi experiencia, intentando plasmar los pensamientos y sentimientos que fueron forjando mis decisiones.

por Alberto Zago (Argentina)

Con Laura comenzamos nuestro noviazgo a mediados de 1989. Previamente a ello, una persona que nos conocía y quería mucho a ambos me dijo que Laura tenía actitudes que mostraban alguna dificultad para saber lo que quería, y que esto podría traerme consecuencias si formalizaba una relación sin tomar los recaudos necesarios. Yo no acepté sus consejos y fui adelante, entendiendo que nadie tiene todo claro y que siempre estamos en camino de mejorar.

No tardaron en aparecer las dificultades anunciadas por este amigo y acompañé a Laura en la búsqueda de algún psicólogo que pudiera ayudarla. Su exigencia impedía consolidar el vínculo con los profesionales que la entrevistaban hasta que, pasados más de dos años y varios eventos de profunda depresión, consiguió mantener por algunos meses un tratamiento con una psicóloga. Y así, luego de cuatro años de noviazgo, me dijo que ya había descubierto el origen de sus malestares, que daba por terminado su tratamiento y que era el momento de poner fecha a nuestra boda.

El entusiasmo y su estabilidad emocional en los meses previos al casamiento concluyeron apenas llegamos de la luna de miel: volvieron a aparecer etapas con eventos de enojo y depresión intercaladas con otras de ideas, entusiasmo y efímera felicidad. La concreción de proyectos como algún viaje soñado y el nacimiento de nuestro hijo no terminaban de plasmar estabilidad emocional y alegría duradera. Mi propia actividad profesional debió modificarse varias veces y adecuarse a las necesidades de mi presencia para acompañar a Laura; nuestra vida social no tenía nada que ver con la que deseábamos y nos proponíamos en momentos de conversaciones pacíficas. Así crecieron mis insatisfacciones y, a fin de poner en luz mis propias responsabilidades en lo que me y nos acontecía, busqué ayuda profesional para mí.

En el transcurso de algunos meses de mi terapia psicológica, el terapeuta me ayudó a ver algunos aspectos a corregir en mí, pero me aconsejó que accionara con urgencia porque juzgaba como una situación delicada lo que yo le contaba de mi vida matrimonial, familiar y, sobre todo, lo que podía exponer de las acciones de Laura. Él me decía que si yo no exigía a Laura que hiciera un tratamiento serio para su estabilidad emocional, le estaba causando un mal a ella y a nuestro hijo. Con el tiempo y dado el rechazo de Laura hacia mis pedidos, el consejo del terapeuta se transformó, casi, en exigencia de que dejara mi casa para que Laura tomara las riendas de su vida sin apoyarse en mi acompañamiento incondicional. Ante esta encrucijada, con la creencia marcada de que el matrimonio es indisoluble y con mi histórica actuación de proveedor familiar, dejé mi terapia y proseguí el derrotero, compartiendo mi situación con algunos amigos que me acompañaron y aconsejaron, aportándome sus miradas.

El médico familiar de cabecera, cardiólogo y homeópata, era un amigo de la familia de Laura, de toda la vida y, con el tiempo, se convirtió también en amigo mío, confidente y sabedor de todo lo que pasaba en mi casa. A él le contaba todo lo que sucedía y, entre otros datos por mí observados, expuse los comportamientos de Laura, lo mal que dormía ella de noche y su somnolencia casi permanente durante el día. Incluso, le confié lo que acontecía en mi terapia y los consejos del terapeuta. Él me respondía que no hacía falta hacerle estudios más profundos ni derivarla a especialistas, que con la medicación que él recetaba alcanzaba para el tratamiento de la salud de Laura.

Esta actuación de nuestro médico se sostuvo por varios años y no cambió por nada, ni siquiera ante el hecho de que una tarde, Laura se quedara dormida mientras manejaba de regreso a casa, arrastrando las vallas de protección de un puente y poniendo en riesgo su vida y las de las muchas personas que por allí circulaban.

Ese accidente, en cambio, me dio coraje para comenzar a implementar algunos cambios que las circunstancias me estaban pidiendo, pero, pocos meses después, cuando lo estaba haciendo, aparecieron los síntomas del alzhéimer.

Ya no había espacio para la discusión acerca de la visita a un neurólogo y lo primero que se hizo fue una polisomnografía (estudio del sueño) que confirmó que el cerebro de Laura no descansaba y que, posiblemente, eso estuviera pasando desde muchos años atrás. También me confirmaron que los comportamientos nocturnos que yo observaba tenían que ver con eso y que se estaba actuando con notable retardo.

Fueron cinco años los que separaron ese diagnóstico hasta su muerte. Tiempo en el que, con un matrimonio en crisis, la atendí hasta su último suspiro, amándola profunda, incondicional y desinteresadamente como a una hermana con la que compartí gran parte de mi vida, recurriendo, incluso, a cuatro institutos de neurología y buscando alternativas hasta en un médico especialista de los Estados Unidos, que generosamente me acompañó a la distancia. Mientras, en paralelo, debía reconstruirme desde todos los aspectos de mi ser, teniendo también que acompañar en sus pesares a mi hijo, buscando mejorar una relación notablemente atravesada por lo que nos había tocado vivir en familia.

Muchas veces me pregunté, algunas criticándome duramente, cuáles habían sido los motivos por los que no escuché las varias alarmas que se encendían o, si las escuché, cuáles fueron las creencias que me hicieron desatender mis intuiciones y desacreditar las evidencias que tenía delante de mis ojos. Hoy, con la experiencia vivida, creo que debí escucharme más, atenderme más, aunque también creo que el valor de haber respetado las decisiones de Laura inclinan la balanza de mi conciencia hacia allí, más allá de todos los errores que pude haber cometido •

Atender las luces de alarma
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