Deporte – Se trata de identificar, en los juegos y en los deportes, posibles caminos virtuosos para afrontar sabiamente esos dos “impostores”: la victoria y la derrota.
Por Paolo Crepaz (Italia)*
Lo que da sabor a los juegos y deportes es la competición. Pero, ¿qué significa competir? ¿Qué valor le damos a la victoria? ¿Es el perdedor un fracasado? ¿Por qué “lo importante es participar”? ¿Cómo descubrir y potenciar el talento? ¿Tiene la competición un valor educativo?
“En todo hay una grieta, así es como entra la luz”, cantó Leonard Cohen. La palabra “crisis” proviene del verbo griego krinein, que significa separar. Durante una crisis, un objeto, una realidad, se divide, dando lugar a una fractura, una falla, una apertura que permite ver, leer algo desconocido hasta entonces. Los griegos indicaban con la palabra kairòs el momento en el que la realidad aparece ante nuestros ojos de forma inédita: podría traducirse como “ocasión favorable” o “momento oportuno”. Afirmar que la crisis es un kairòs significa saber interpretarla como una oportunidad para comprender lo que estaba oculto, para captar lo que no era visible. Cada vez que nos ponemos en juego nos asustamos y al mismo tiempo nos fascina la idea de un nuevo desafío y de poder explorar nuevas oportunidades. “No es la ausencia de problemas -afirmó Zygmunt Bauman- lo que nos da felicidad. Al contrario. Enfrentar las dificultades, sean de la naturaleza que sean, arriesgarse para superarlas, luchar para cambiar una situación injusta, explorar posibilidades y escenarios para superar los obstáculos, ésta es la esencia de la felicidad”.
En un contexto altamente individualista crecen los impulsos hipercompetitivos y el arribismo desenfrenado: cada persona se siente legitimada para tener las mismas oportunidades que los demás, los mismos deseos, las mismas ambiciones. La carrera hacia el objetivo deseable se convierte en una carrera contra rivales siempre nuevos, generando una competencia cada vez más aguda. El otro se ve cada vez más como un obstáculo que hay que superar para alcanzar los propios deseos: en esta condición de inseguridad permanente, crecen la ansiedad por el desempeño, la sensación de fracaso, la envidia social y el resentimiento. El impacto en el deporte es evidente.
Estos y otros factores han llevado el énfasis en la victoria a niveles nunca antes registrados en el mundo del deporte. Vivimos en una época en la que la “autorrealización” es muchas veces tan mal entendida que coincide con una arrogante y efímera “afirmación de uno mismo” y donde “haber fracasado” se interpreta como “ser un fracaso” intercambiando el fracaso de un proyecto personal.
El que gana celebra, el que pierde explica
¿Tiene entonces sentido hablar de una «pedagogía de la victoria y de la derrota»? Desde niños hemos estado obsesionados con «ganar» siempre y en todas partes, actitud reforzada por el uso excesivo de Internet que nos muestra incesantemente los llamados modelos “ganadores”. Pero ¿qué significa ser una persona “ganadora”? ¿Significa tal vez “conformarse” con las expectativas de una sociedad efímera, poco auténtica, a veces inhumana, que pisotea los valores, las emociones y muy a menudo incluso el propio ser? El valor “educativo” de una derrota reside en su capacidad de invitar al autoanálisis, a comprender lo más íntimo de uno mismo, a comprender en qué medida las propias acciones pueden determinar los acontecimientos, a abrirse a nuevos caminos, a ser emprendedor, a adquirir habilidades para la vida, confianza en las propias capacidades, sentido práctico. Una derrota nos empuja a cambiar de actitud, a estimular y utilizar todo tipo de inteligencia de las que disponemos los seres humanos, a ser proactivos, a gestionar mejor los conflictos tanto constructivos como destructivos para lograr un crecimiento en la conciencia de nuestro propio ser.
En nuestro tiempo parece que se pierde el compromiso y la motivación personal, encaminados a la autorrealización y la búsqueda de la felicidad, dejando el campo abierto al culto de la suerte. Todo parece aplastarnos sobre el hecho de que las cosas ya están escritas y no podemos cambiar nada. Este esfuerzo generalizado de difusión, para uso sedativo, requiere que estemos bajo el control de la predestinación. En todos los campos, un rendimiento excelente está inmediatamente ligado a la posesión de capacidades innatas, es decir, a tener “talento”, una creencia que tiene un efecto devastador en el comportamiento real: si uno nace “no muy bien”, es poco lo que se puede hacer. Nos resignamos. Con una sensación de alivio indescriptible, porque así evitamos las penurias que conlleva el compromiso. “El que gana celebra, el que pierde explica” es una ingeniosa máxima de Julio Velasco, el inigualable entrenador de voleibol. Esta mentalidad es el resultado de un uso inadecuado de la genética que no tiene en cuenta la epigenética: ésta va más allá de la idea de que los genes tienen el control total de nuestras vidas, reconociendo el valor inconmensurable del entorno. Un gen escrito en nuestro ADN puede manifestarse por completo o solo parcialmente su comportamiento depende de proteínas reguladoras que a su vez están influenciadas por el entorno, la nutrición, los estilos de vida, el entrenamiento, las relaciones. Y estas modificaciones, positivas y negativas, se transmiten luego a la descendencia. Esta conciencia borra la pasividad y la apatía, y revaloriza un bien invaluable: la motivación intrínseca, el impulso innato a superar obstáculos, a la autodeterminación, a ser protagonistas.
No estamos preparados para la previsión: la mente humana prefiere todo, inmediatamente, aunque sea al menos, a la expectativa de una recompensa o satisfacción mayor pero postergada hacia el futuro, incluso en el futuro cercano. Un presente codicioso siempre vale más que un futuro rentable pero incierto. La sobreabundancia de lo virtual proporciona una gran cantidad de respuestas empaquetadas, apagando el espíritu crítico y la necesidad de verificación: los hechos son reemplazados por lo percibido, todo es interpretación en una avalancha de mensajes diseñados específicamente para hacer cosquillas a nuestros prejuicios, las emociones más fáciles y superficiales, las propensiones subliminales en una inercia evolutiva muy peligrosa. Saber tomar decisiones no es un regalo que nos da en abundancia la naturaleza: debemos aprenderlo a través de la educación y la cultura. Hay que cultivar el arte de postergar, el placer inestimable de esperar, la curiosidad por ver madurar las cosas. Las tentaciones del presente, que alimentan nuestra arraigada codicia, nos llevan a poseer lo que no necesitamos o a comprar el mismo objeto que ya tenemos pero a un precio superior. Y, por tanto, a desear, aunque sería mejor decir “exigir”, la victoria en cada competición, atrapados entre la conciencia de tener oportunidades extraordinarias (ofrecidas por la evolución y la tecnología) y límites persistentes en el cuerpo, en el razonamiento, en las relaciones sociales, en muy poca seguridad social.
Desvincular la autoestima de los resultados
El desafío está ante nosotros. Se trata de identificar, en los juegos y en los deportes, posibles caminos virtuosos para afrontar sabiamente esos dos “impostores”: la victoria y la derrota. Desvincular la autoestima de los resultados, enfatizando en el desempeño y no en el éxito: transmitir el placer de la comparación, manteniendo los resultados separados de la autoestima. Si no se ayuda al niño a superar el miedo de no ser nunca lo suficientemente bueno, se transmite el mensaje de que todos los medios están permitidos para evitar la derrota. La competitividad exagerada esconde en un niño el malestar de no sentirse querido.
Permitamos un poco de frustración: “Si quieres que tus hijos sean felices, deja que siempre tengan un poco de frío y de hambre”, parece haber dicho Sócrates. No se trata de exponerlos a expectativas inadecuadas, sino de ser conscientes de que las dificultades los ayudan a crecer y que una actitud sobreprotectora puede provocar deficiencias de personalidad. Del fácil “sí” al constructivo “no”: los no, si se pronuncian y colocan adecuadamente, son de capital importancia; no saber negar o prohibir algo en el momento adecuado tiene consecuencias negativas en las relaciones entre adultos (padres en primer lugar) y niños y adolescentes, pero sobre todo socava el desarrollo de identidades personales autónomas, capaces de asumir responsabilidades, capaz de construir relaciones sociales abiertas al debate, capaz de competir de forma equilibrada, fomentando la integración de los valores que ofrece el deporte en la vida cotidiana.
Salvaguardar el derecho a equivocarnos y empezar de nuevo, relativizar el error como gesto de valor. Dejemos que nuestros hijos sean libres de cometer errores y perder: los fracasos son necesarios para mejorar, para desarrollar la independencia, para ganar experiencia, para tener nuevos estímulos. Hacer de cada obstáculo una plataforma de lanzamiento proviene de una educación positiva en lo difícil. La cancelación del “derecho a cometer errores” hace que el interés por la actividad física se desvanezca y, en las distintas disciplinas deportivas, seca el humus adecuado para cultivar el talento.
Enseñar a pasar la pelota
Un gesto sencillo, casi emblemático de un deporte con valor educativo es el pase de la pelota. El instinto habla el lenguaje de la posesión: el pase resume sacrificar parte del propio ego al servicio de la comunidad, surge de una elaboración cultural. El rugby es un maestro en esto porque enseña que no se puede llegar solo a la meta, que pasar la pelota no sólo es necesario sino indispensable y conveniente. Que no sólo se pasa la pelota, sino que además hay que pasarla hacia atrás, para confirmar que quienes avanzan saben, y cuentan con ello, que serán apoyados por todo el equipo, física y moralmente, con armas listas para reemplazar las suyas. Y, a su vez, detrás de ellos, otros saben que deben apoyar a quienes avanzan.
Tomemos el tiempo para escuchar, como profesores, entrenadores o directivos, a los niños y a sus padres; tener un comportamiento responsable, coherente, abierto y sincero. El adulto en el deporte es visto por los niños como un modelo a imitar, es un educador que ellos mismos han elegido, a diferencia de la escuela donde los demás lo definen. Los testigos, las figuras de referencia, lejos de los blogs y las revistas de moda, son hoy más que nunca el fermento indispensable para construir un presente y un futuro mejores, también en el deporte. El papa Francisco lo recordó en su encuentro con los niños del fútbol, dirigiéndose a los adultos y, en particular, a los entrenadores: “Alguien dijo que caminaba en puntas de pie en el campo para no pisotear los sueños sagrados de los niños. Les pido que no transformen los sueños de sus hijos en fáciles ilusiones destinadas a chocar pronto con los límites de la realidad; a no oprimir sus vidas con formas de chantaje que bloqueen su libertad y su imaginación; no enseñar atajos que sólo llevan a perderse en el laberinto de la vida. ¡Que sean siempre cómplices de las sonrisas de sus deportistas! •
*El autor es médico deportivo, periodista y profesor de pedagogía deportiva
Un enfoque esclarecedor de la práctica deportiva, actualizando la importancia del concepto de «epigenética», que incluye la influencia del entorno, activando el comportamiento a nivel celular del cuerpo! Junto al estilo de vida, se proyecta en legado familiar y condiciona el protagonismo en la participación deportiva.
Imperdible este articulo!! para ser usado con alumnos, padres en debate abierto y educador! Imperdible tbn como padre para educar a los hijos en el justo equilibrio en la hermosa aventura de vivir!…