Releyendo a Chiara – Al recibir el doctorado honoris causa en Pedagogía de parte de la Universidad Católica de América, Chiara Lubich compartió pinceladas sobre los aportes que el Movimiento de los Focolares ha dado a la persona humana y a la sociedad en el campo de la educación, tomando como referencia los puntos de la espiritualidad de la unidad. Aquí, algunos extractos de aquel discurso del 10 de noviembre de 2000 en Washington.

Nuestro Movimiento y nuestra historia pueden ser considerados como un gran, extraordinario evento educativo. En ellos están presentes todos los factores de la educación y también es evidente la presencia de una teoría de la educación, de una pedagogía bien delineada que fundamenta nuestra acción educativa.

Pero, ¿qué es la educación?

La podemos definir siempre como el itinerario que el sujeto educando (individuo o comunidad) cumple, con la ayuda del educador (de los educadores), hacia un deber ser, hacia un fin considerado válido para el ser humano y la humanidad.

¿Cuáles son los elementos característicos de nuestra pedagogía ligados a los puntos principales de la espiritualidad que vivimos?

La nueva revelación de Dios como Amor: en nuestra historia, desde el comienzo, estuvo presente un único educador, el Educador por excelencia, es decir, Él: Dios Amor, Dios Padre. Él tomó la iniciativa con nosotros, que nos ha acompañado, nos ha renovado, generados a una vida nueva –con la intención que guía siempre al verdadero educador– a lo largo de un itinerario cargado de riqueza de formación personal y comunitaria.

Ha sido Él quien nos permitió recuperar a nosotros y a muchos el significado de la Mayor Paternidad. Ha sido un descubrimiento de una importancia enorme si pensamos que una cultura muy difundida intenta afirmar que “Dios está muerto”. Este eclipse del Padre que ha favorecido también un eclipse del padre, una pérdida de estima en el plano de las relaciones humanas y educativas, un relativismo moral, una ausencia de reglas en la vida individual, en las relaciones interpersonales y sociales.

Él, que es Amor, es un educador que reconoce al hombre en su identidad única e irrepetible, que exalta al hombre. Él ama al hombre y por eso es también exigente: como verdadero educador pide y educa a la responsabilidad, al compromiso. Ningún educador consideró tanto al hombre como Dios, que murió por él. Dios Amor elevó al hombre, a cada hombre, a la dignidad altísima de hijo y de heredero. ¡A cada hombre!

Y precisamente, comprobando que todos somos hijos del mismo Padre es que encuentra fundamento la idea-fuerte de Comenius, el gran representante de la pedagogía moderna: es necesario “enseñar todo a todos”.

Otro punto fundamental de nuestra espiritualidad: la Palabra de Dios. “Enseñar todo a todos”, pero para esto es necesario usar –lo decía Comenius– la regla pedagógica de la gradación. La gradación es precisamente lo que el Padre nos sugirió cuando nos empujó a vivir su Palabra eligiendo del Evangelio una frase a la vez, para ponerla en práctica, durante un mes, en la vida de cada día. Por eso nos dio de inmediato “Todo”, porque en cada Palabra está presente Jesús entero; al mismo tiempo, como los niños alimentados por su Palabra, nos hemos revestido de ella, creciendo como adultos en la fe y en la vida.

La unicidad de la Palabra de Dios consiste en que es Palabra de Vida, que se hace experiencia en un mundo, también pedagógico, muchas veces manchado de verbalismo. Y hemos experimentado la fuerza educativa, alternativa y contestataria, de esta Palabra siempre viva y siempre nueva. Poco a poco, grabada en nuestra vida, nos ha otorgado –tarea enorme de la educación– una unidad existencial, favoreciendo la superación de la fragmentación/resquebrajamiento que el hombre experimenta a menudo en la relación consigo mismo, con el otro, con la sociedad, con Dios, haciendo emerger, al mismo tiempo, la unicidad, la originalidad, y el hecho de que cada uno es irrepetible.

Y por esta unidad existencial entre Palabra y Vida, entre decir y hacer, nuestra experiencia es para muchos creíble y convincente, provoca profundos cambios en la existencia personal, por eso pone en acción en muchas personas un verdadero proceso educativo.

La voluntad de Dios, otro punto. La fidelidad a la Palabra de Dios nos acostumbró a “perder nuestra mala voluntad”, la que todavía nos liga a mezquinas modalidades existenciales del Yo egocéntrico, y a seguir la voluntad de Dios, que nos lleva a un autotrascendernos constante, a una superación de sí mismos que tiende hacia el Tú que nos enriquece y nos hace libres.

De norma en la educación moral de la persona, de la necesaria fase inicial de la dependencia (moralidad heterónoma) se pasa gradualmente a la moralidad autónoma; también en nuestra experiencia advertimos que de la fase educativa de la adhesión inicial a otra voluntad, a su Ley (que se manifiesta de muchas maneras) –a la cual nos aferramos como un niño que se confía totalmente a la guía del adulto–, se pasa a la fuerte percepción de libertad gracias a la interiorización de la Ley misma, cuando sentimos que esta se ha convertido en nuestra ley, cuando está tan bien grabada en nosotros que nos hace sentir adultos precisamente porque somos capaces de decir: “No soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí” (Gál 2, 20).

Y después Jesús que grita: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27, 46; Mc 15, 34).

Jesús abandonado es nuestro secreto, nuestra idea-clave, también para la educación. Nos indica el límite sin límites de nuestra acción pedagógica; hasta qué punto y con qué intensidad esta deba moverse.

¿Quién es Jesús abandonado, por el cual hemos decidido tener un “amor preferencial”? Es la figura del ignorante: pregunta ¿por qué? Su ignorancia es la más trágica, su pregunta, la más dramática. Es la figura del mísero, del inadaptado, del discapacitado, del no amado, del descuidado, del marginado, de todas aquellas realidades/experiencias humanas y sociales en las cuales –más que en otras– se requiere una urgente y especial necesidad de educación. Jesús abandonado es el paradigma de quien, carente de todo, necesita la ayuda de alguien que le dé todo y haga todo por él. Por eso es también la idea/límite, el parámetro del educando, que postula la responsabilidad del educador. Por eso Él nos indica el límite sin límites de esa necesidad y, al mismo tiempo, el límite sin límites de nuestra responsabilidad en la ayuda y en la educación.

Pero Jesús abandonado que ha superado su infinito dolor añadiendo: “En tus manos, Padre, encomiendo mi espíritu” (Lc 23, 46), nos enseña también a ver la dificultad, el obstáculo, la prueba, el compromiso, el error, el fracaso, el dolor, como algo que afrontar, amar, superar. Generalmente nosotros, hombres, en cualquier campo de actividad, intentamos por todos los medios evitar esas experiencias. También en el campo educativo –de muchas maneras– con formas de hiperprotección, se tiende a preservar a los menores de cualquier dificultad, acostumbrándolos a ver la vida como un camino en bajada, fácil, cómodo. En realidad, se los deja en una inquietud ante las inevitables pruebas de la vida y, sobre todo, pasivos y reacios a las responsabilidades que cada ser humano debe asumir ante sí mismo, ante el prójimo y la sociedad.

En cambio, para nosotros, por la elección de Jesús abandonado, cada dificultad es amada y afrontada. La educación a lo difícil, como tarea que involucra tanto al educando como al educador, es otro punto fundamental de nuestra pedagogía.

Hay otros dos puntos que quiero tomar en consideración: la unidad y Jesús en medio de nosotros.

¿Cuál es la finalidad de este proceso educativo? La nuestra es la misma finalidad (educativa) de Jesús que podemos definir: “Que todos sean uno”: la unidad profunda y sentida con Dios y entre los hombres.

La unidad es una aspiración muy actual. A pesar de las innumerables tensiones del mundo contemporáneo, nuestro planeta, casi paradójicamente, tiende a la unidad: la unidad es un signo y una necesidad de los tiempos.

Sin embargo, este impulso íntimo –como en el educere (extraer) de la educación– emerge positivamente. Por eso está involucrado en todos los planos del obrar humano, una acción educativa coherente con las exigencias de la unidad, para hacer de nuestro mundo no una Babel sin alma sino una experiencia de Emaús, de Dios con nosotros, capaz de abrazar la humanidad entera. Parece un proyecto utópico, pero cada pedagogía auténtica es portadora de una tensión utópica, que hay que entender como idea reguladora para constituir entre nosotros aquella convivencia que todavía no existe, pero que debería existir. La educación, en esta perspectiva hay que considerarla como medio para acercarse al fin utópico.

En nuestra pedagogía, por la cual el plano espiritual y el humano se compenetran y se unifican (por la encarnación), la Utopía no es ni un sueño, ni ilusión, ni una meta inalcanzable: esta está entre nosotros, y advertimos los frutos, cuando actualizamos el “donde hay dos o tres unidos en mi nombre, yo estoy en medio de ellos” (cf. Mt 18, 20): esto hace que la finalidad, la meta más alta, sea realidad.

Aquí se experimenta la plenitud de la vida de Dios, que Jesús nos ha donado, una relación trinitaria, la socialidad más auténtica, donde se realiza una síntesis maravillosa entre la instancia pedagógica de la educación del individuo y la instancia pedagógica de la construcción de la comunidad. Creemos que en nuestra experiencia de espiritualidad comunitaria trinitaria se realizan plenamente las ideas sostenidas por cuantos, grandes en la historia de la pedagogía, aunque partiendo muchas veces de premisas diferentes, han insistido sobre la importancia de la educación en la construcción de la sociedad fundada sobre relaciones auténticamente democráticas.

Naturalmente nuestra experiencia de vida comunitaria se basa en la invitación de Jesús: “Ámense como yo los he amado… Sean una sola cosa”. Esta motivación es de naturaleza religiosa, pero los efectos sobre el plano educativo son extraordinarios. La finalidad asignada desde siempre a la educación (formar al hombre, su autonomía) se explica, casi paradójicamente, en el formar el hombre/relación, que para nosotros es el hombre icono de la Trinidad, capaz de un constante autotrascenderse en la realidad de Jesús en medio de nosotros. A través de esta praxis espiritual y educativa del amor recíproco, operamos para la finalidad de las finalidades, expresada por la oración/testamento de Jesús: “Que todos sean uno”, la Utopía/Realidad por la cual, como instrumentos guiados por Él, queremos gastar nuestra vida. Naturalmente Jesús supo cumplir este itinerario pedagógico, este ir y venir entre el abandono y la Trinidad, que en su experiencia terrenal vivió con intensidad excelsa la relación interpersonal con los demás, practicando la empatía, la aceptación, la esperanza, la lucha educativa, la vida de unidad con el Padre y “con los suyos”: Él es el testigo más auténtico y más exigente de lo que significa ser educadores.

Educar para la unidad
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