Adalberto Martínez Flores – En el reciente consistorio, llevado a cabo en el Vaticano, el papa Francisco entregó el anillo y la birreta al arzobispo de Asunción, quien ratificó el estilo elegido anteriormente para esta nueva misión: la sinodalidad.

por Silvano Malini (Italia)

Paraguay esperó 475 años para la ordenación de su primer cardenal. En efecto, la diócesis del Río de la Plata, con sede en Asunción, fue instituida en 1547 (73 años antes de la siguiente en la región, la de Buenos Aires). El interrogante de por qué la Iglesia paraguaya no contaba con ningún purpurado volvía de manera recurrente, sobre todo, después de la elección del primer pontífice latinoamericano y de su visita apostólica al país, en 2015. ¿Sería por la candidatura y el ejercicio de la presidencia del exobispo Fernando Lugo, y por los escándalos que protagonizó? ¿O por la “maldición del obispo Palacios”? Injustamente acusado por un sacerdote, fue fusilado bajo el cargo de traición en plena guerra de la Triple Alianza, y maldijo a los verdugos y sus protectores “hasta la quinta generación”. ¿O, en todo caso, se debió a un supuesto correspondiente “castigo” vaticano?

Finalmente, el pasado 27 de agosto, monseñor Adalberto Martínez Flores, asunceno de 71 años, actual arzobispo metropolitano capitolino (ver Ciudad Nueva, abril 2022) fue nombrado cardenal. Su nombre como “cardenalable” ya había circulado en 2016, sin fundamento.

Desde que se conoció la noticia, grande fue la alegría de un pueblo muchas veces percibido como periférico y postergado.

El pueblo más católico de América (88,2 % de los jóvenes y adultos, según el censo 2012) estuvo muy pendiente de los días romanos del cardenal, con el consistorio, su primera misa en púrpura junto a la comunidad paraguaya local, y la Eucaristía concelebrada con el Papa y los otros nuevos cardenales en la Basílica de San Pedro. Y fue recibido festivamente en las calles a su regreso, cuando, de madrugada, recorrió el trayecto hasta la Catedral en un bus panorámico. Un gesto motivado por la voluntad de compartir el júbilo popular, por parte de un eclesiástico reconocido por su perfil mesurado, cercano a la gente, humilde, conciliador y dialogante.

En el consistorio, recibieron el anillo y la birreta 20 nuevos cardenales. Entre ellos, cuatro latinoamericanos (además de Martínez, los brasileños Leonardo Steiner y Paulo Cezar Costa, y el colombiano Jorge Enrique Jiménez, no elector) y representantes de cuatro nuevos países (Timor Oriental, Singapur, Paraguay y Mongolia). Se celebró en una tórrida tarde del verano romano, en una fecha inusual. Incluso, la misa concelebrada con los nuevos cardenales no tuvo lugar al día siguiente, como es tradición, sino recién el martes, concluyendo un encuentro de dos días convocado por el Papa para “reflexionar juntos acerca de la Constitución Apostólica Praedicate Evangelium, sobre la Curia Romana y su servicio a la Iglesia y al mundo”. Un documento medular, vigente con fuerza de ley desde el 5 de junio, que apunta, fundamentalmente, a racionalizar y orientar la acción de los órganos de gobierno central de la Iglesia en función del anuncio del Evangelio. Para subrayarlo, el Papa preside directamente el Dicasterio para la Evangelización. 

Los 198 cardenales presentes (de 226) abordaron su aplicación en grupos de trabajo y en plenarias. Según las declaraciones de algunos participantes, el apoyo a este documento fue muy amplio, algo que subraya la sinodalidad y el protagonismo de los laicos, que pueden presidir los dicasterios (cuyos cargos serán quinquenales y no vitalicios). Sí se pidieron algunas aclaraciones, más que nada, para ajustar la aplicación al derecho canónico, sin necesidad de modificar el texto.

Desde su nombramiento, monseñor Martínez afirmó que su estilo seguirá siendo la sinodalidad (“escucharnos y caminar juntos”) y mencionó en varias oportunidades su lema episcopal –ahora cardenalicio– “Que todos sean uno” (Juan 17, 21), como el “norte” de su obrar.

Al finalizar el consistorio, refirió lo que el Santo Padre le dijo en el momento de la imposición de la birreta y el anillo: que se trataba de “un homenaje al Paraguay” y que recordara siempre que “la mujer paraguaya es la más gloriosa de América”, además de preguntarle: “¿Me trajiste la chipa?”.

La primera misa de Martínez Flores como cardenal en suelo paraguayo fue en el bañado Tacumbú, quizá, la zona más emblemática excluida de la capital y del país. Una señal clara e importante, que emocionó a los pobladores.

En la carta pastoral como arzobispo metropolitano, el ahora cardenal había indicado como “imprescindible” que “toda nuestra acción y todo nuestro ser tenga olor a Evangelio” y que “la misión evangelizadora de la Iglesia tiene tres dimensiones: la Palabra, la celebración y el testimonio de la caridad. Ninguna de ellas puede faltar en la parroquia”.

Uno de sus primeros actos como arzobispo fue salir de la Catedral para mezclarse con los indígenas acampados en las plazas del centro y escucharlos. Luego, se creó un albergue para ellos y la pastoral indígena arquidiocesana. También convocó a los intendentes de los municipios de la jurisdicción para un “diálogo social para el bien común”.

Los primeros meses de Adalberto (así pidió que lo llamaran, en lugar del protocolar “Eminencia Reverendísima”) al frente de la diócesis más antigua, más poblada, más visible y de mayor impacto político del país, han marcado una presencia positiva. En su discurso se siente el eco del recordado documento de los obispos paraguayos, titulado El saneamiento moral de la nación (1979), pues se propone propiciar, desde su posición, un vuelco a la situación de corrupción e injusticia social, cada vez más manifiesta y menos tolerada en el país •

El primer cardenal paraguayo
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