Atractivos de un carisma
Por Sonia Vargas Andrade (Bolivia)
El texto que hoy les presentamos hace parte del libro inédito Paradiso ’49. Sin embargo, este escrito, titulado La resurrección de Roma, ha sido publicado en La doctrina espiritual. Chiara lo escribe a pocos meses de haber dejado las Dolomitas. Leyéndolo, se advierte que ella tiene plasmada en el espíritu, en la mente y hasta en el físico, la experiencia viva de la presencia de Dios Trino, presencia que modifica su mirada en la vida real. Quizás esa sea la grandeza espiritual de Lubich, haberse dejado modificar por una sola presencia, la de un Dios que es perfecta relación. El texto no solo nos dice con claridad cuál tendría que ser nuestra mirada frente al avance desenfrenado de la ciencia, sino también el desde dónde la miramos. Todo cobra su justo lugar, también la inteligencia artificial, si nuestra mirada se deja modificar solo por la presencia de Dios Trino que es equilibrio y armonía perfecta.
“Había descendido para recomponer a la familia: para hacer de todos uno.
Y en cambio, a pesar de sus palabras de Fuego y Verdad que quemaban la hojarasca de las vanidades que entierran el Eterno que está en el hombre y que pasa entre los hombres, la gente, mucha gente, aun comprendiendo, no quería entender y se quedaba con la mirada apagada porque el alma estaba oscura.
Y todo porque los había creado libres.
Él, habiendo bajado del Cielo a la Tierra, podía resucitarlos a todos con una mirada. Pero a ellos –hechos a imagen de Dios– tenía que dejarles la alegría de conquistar el Cielo libremente. Estaba en juego la Eternidad, y por toda la Eternidad ellos habrían podido vivir como hijos de Dios, como Dios, creadores (por participación a la Omnipotencia) de su propia felicidad.
[Jesús] miraba al mundo como se presenta ante mis ojos, pero no dudaba.
Sobre todo triste, porque el mundo iba hacia la ruina, contemplaba y buscaba de noche el Cielo allá arriba y el Cielo dentro de Sí, donde habitaba la Trinidad, que era el verdadero Ser, totalmente concreto, mientras afuera, por las calles, caminaba la nada que pasa.
Yo también hago lo mismo que Él. (…) Paso por Roma y no quiero mirarla. Miro el mundo que está dentro de mí (…) Me uno con la Trinidad que descansa en mi alma.
Paso por Roma y no quiero verla. Miro el mundo que está dentro de mí y me apego a lo que tiene ser y valor. Me hago uno con la Trinidad que descansa en mi alma, iluminándola de eterna Luz y colmándola con todo el Cielo.
Y tomo contacto con el Fuego que, al invadir toda la humanidad que Dios me donó, me hace ser otro Cristo, otro hombre-Dios por participación, de modo que mi humanidad se funde con lo divino y mis ojos ya no están apagados, sino que, a través de la pupila que es vacío del alma por la que pasa toda la Luz que hay dentro (si dejo vivir a Dios en mí), miro el mundo y las cosas; pero ya no soy yo quien mira, es Cristo quien mira en mí.
Entonces, al reabrir mis ojos, miro afuera, a la humanidad, con el ojo de Dios que todo cree porque es Amor1.”
1. Lubich, C. (2005). La doctrina espiritual. Buenos Aires: Ciudad Nueva, p. 219-223.