Pueblos originarios y “Estados nación” – Reconocer los países tal como los consideramos hoy, implica reconocer las comunidades indígenas como pueblos originarios de esas tierras. Los actuales Estados nación están compuestos por una diversidad étnica que es imprescindible legitimar e incorporar, para construir una sociedad sólida, inclusiva y trascendente.

por Damián Cantón* (Argentina)

La realidad de los pueblos originarios dentro de los Estados nacionales de los países del Sur puede presentarse bajo una suerte de desconocimiento, indiferencia e, incluso, como parte del reduccionismo folclórico que los confina a un pasado remoto, carente de toda relevancia en la actualidad.

Una de las raíces de este distanciamiento puede encontrarse en una larga historia de exclusión estructural, marginación e imposición ideológica que, lejos de conducir a sociedades integradas, ha conformado espacios fragmentados que aguardan ser incluidos desde su propia identidad.

Así, superando las corrientes del materialismo y objetivismo, surgen los conceptos de “luchas por el reconocimiento” y “contrato social moral”, que cobran cada vez mayor vigor para considerar y construir sociedades plurales.

1. “Libres” pero conquistados

En términos de formación sociopolítica de los países latinoamericanos del Sur, podemos identificar varios rasgos comunes, y uno de estos aspectos tiene que ver con la invisibilización y “deudas” hacia los pueblos originarios.

Haciendo un recorrido histórico es posible encontrar, al menos, dos grandes hechos que los presenta con patrones de identificación comunes: por un lado, los pueblos prehispánicos, quienes contaban con una marcada estructura de pertenencia comunitaria; por otro, el arribo de los españoles, que trae un primer periodo de conquista y uno posterior de colonización.

Sobre esto último cabe consignar que el término “indio” queda definido por la Corona española en correlación con su pretendido desembarco en las Indias orientales y que, a pesar de contar con un régimen de protección y no ejercer la esclavitud, principio avalado por Isabel la Católica1, esta se sostenía con un sistema de encomiendas y reducciones. Este sistema conformó un modelo de estratificación cerrado que confinaba a los pueblos prehispánicos a los últimos escalafones, justo antes de la población afrodescendiente.

En definitiva, los “privilegios” otorgados por parte de la cultura colonizadora (concedidos a aquellos que no presentaran ánimos de batalla) no representaron más que subsistemas de exclusión que, salvo excepciones, recreaban condiciones autónomas de identidad y reproducción cultural de manera marginal, en relación con los centros de poder hispánico.

2. La república y el Estado nación

Iniciados los primeros años del siglo XIX, ante la caída del Imperio español, los gobiernos criollos intentan refrendar un nuevo modelo inspirado en las ideas liberales inglesas y apropiadas en Norteamérica, junto a los principios revolucionarios y la Declaración de los Derechos del Hombre, de la Francia de 1789.

Así, se da una disputa en la nueva dirigencia criolla a favor de instalar una monarquía constitucional (“temperada”) contando con una herencia ingka (inca), como propuesta defendida por Manuel Belgrano, entre otros, o bien, por otro lado, una apuesta por un orden republicano que declarara la igualdad de todos los habitantes del territorio. Entre estas tensiones se impone esta última opción, que declara un tránsito del “súbdito” hacia el “soberano”.

Estas nuevas repúblicas comienzan el proceso de conformación de “Estados nacionales”, que se extiende hasta comienzos del siglo XX, de la mano de ideas planteadas por figuras como Domingo Faustino Sarmiento y Juan Bautista Alberdi, en Argentina; José Batlle y Ordóñez, en Uruguay; Carlos Antonio López y Francisco Solano López, en Paraguay; y Diego Portales o Manuel Montt Torres, en Chile. Iniciativas acompañadas por la idea del “progreso” y la anexión de los países a la cultura de corte europea. Quienes no se sumaran al camino de la civilización occidental quedarían reducidos a su propia incertidumbre y exclusión.

Como se puede observar, la situación de los pueblos indígenas no presenta mejoras en términos de integración a una cultura dominante, sino que, por el contrario, se enfrenta a importantes retrocesos. Los territorios de propiedad comunitaria pasan a ser territorios fiscales, y los espacios de autonomía quedan invadidos a través de campañas militares que irrumpen en el antiguo equilibrio de no violencia entre los pueblos autogobernados y los gobiernos nacionales. Se impone, así, una política que implanta la Civilización “con” Barbarie.

3. Las crisis de los “Estados nación” y las reformas constitucionales

Ya a finales del siglo XX, los festejos por el V Centenario del arribo europeo a América declaraban la invisibilización de los pueblos originarios, y trajeron aparejados una serie de contramanifestaciones indígenas en todo el continente, en las que se pedía reemplazar los términos “Descubrimiento de América” o “Día de la Raza” para establecer el 12 de octubre como “Día del Respeto a la Diversidad Cultural”.

En definitiva, los reclamos y manifestaciones de los diferentes pueblos indígenas de la región dejaron en evidencia, al menos, dos aspectos muy claros: primero, un malestar “oculto” e “invisibilizado” indígena que reclama reconocimiento. En segundo lugar, demuestra la evidencia de un pluralismo indígena que ahoga cualquier ilusión o pretensión de un ser “nacional, único y uniforme”, dando lugar a la heterogeneidad del espacio público y la convivencia.

Actualmente, los Estados nacionales se encuentran en tensión por diversos factores y, en especial, por la crisis en el orden simbólico. El filósofo y sociólogo alemán Jürgen Habermas afirma que: “Consideradas detenidamente esas ideas (del Estado como patrimonio exclusivo de una sola nación homogénea) fueron siempre una ficción. Por tanto, deberíamos aprender finalmente a entendernos no como una nación compuesta por miembros de una misma comunidad étnica, sino como una nación de ciudadanos. Y en la diversidad de sus distintas formas culturales, esos ciudadanos solo pueden apelar a la Constitución como única base común a todos.”2

De esta manera, en 1989 se reglamentó a nivel internacional el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), que insta a los Estados firmantes al respeto y promoción de la propia identidad de los pueblos indígenas, y a la consulta sobre todo aquello que afecte a su territorio, entre otras premisas. Por su parte, Paraguay confirma a partir de 1992, en el Art. 140 de su Constitución, que es un país pluricultural y bilingüe, y en el Art. 62, la existencia de los pueblos indígenas, definidos como grupos de cultura anteriores a la formación y organización del Estado paraguayo. Argentina hace lo propio con su reforma constitucional de 1994, afirmando en su Art. 75, inc. 17, que reconoce la preexistencia étnica y cultural de los pueblos indígenas argentinos.

Los casos de Uruguay y Chile son sensibles y se presentan sin un reconocimiento expreso en sus Constituciones. En el caso de Chile, el país atraviesa actualmente un profundo proceso de transformación que permite a los pueblos indígenas incidir en la redacción de la nueva Constitución, que cuenta con 17 representantes de pueblos originarios y 3 candidatos adicionales en su asamblea constituyente, con un total de 155 escaños.

4. El contrato social de carácter moral

Aquí es posible detenerse en el carácter crucial en cuanto al devenir de las sociedades plurales, en un debate intenso que se libra tanto en Latinoamérica como en diversas partes del mundo. La pregunta fundamental gira en torno a la necesidad de articular el mundo indígena con las sociedades modernas, ya que, hasta ahora, ha sido excluido del contrato social y la cultura mayoritaria “nacional”, que impera gracias a la apropiación y control del Estado.

Por un lado, Habermas3 sostiene que es necesario fortalecer las formas de comunicación entre los diversos agentes y colectivos que cohabitan en el espacio público y evitar que se aíslen mutuamente, forzando a una posterior ruptura como resultado de la invisibilización y la violencia. En correlación con esto, y como parte de la Teoría del Reconocimiento, Axel Honneth4 propone la tesis en la cual todo conflicto es, en definitiva, una oportunidad de desarrollo moral de las sociedades. Es decir, que una manera positiva de superar los conflictos permite generar las condiciones para una sociedad sólida, inclusiva y trascendente.

Existen pasajes bíblicos que reflejan la necesidad de “fermentar la masa” (Mt 13, 33), en donde uno o varios colectivos, orientados por un sentido ético y moral, pueden generar nuevas condiciones favorables para todos.

Quizá caben solo algunas preguntas incipientes que inviten a dar un primer paso: ¿Quiénes son los pueblos originarios? ¿Qué reclaman? ¿Qué ha ocurrido en la historia? ¿Cómo sanarla? ¿Cuál es la mejor manera de articularnos?

A priori, aparecen dos posibles alternativas: cerrarse en una “fraternidad negativa” que solo distingue un nosotros étnico/nacional uniforme, o bien, dar paso a una “fraternidad positiva”, que se abra a la incertidumbre y el reconocimiento del otro.

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*Doctor en Ciencias Sociales y Políticas, con un posdoctorado en Interculturalidad, y director del Proyecto de Investigación: “Pluralismo, Democracia y Ciudadanía en Argentina”.

1. Tarsicio de Azcona (1964). Isabel la Católica. Estudio crítico de su vida y su reinado. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos.

2. Jürgen Habermas (2001). Más allá del Estado nacional. Madrid: Trotta.

3. Jürgen Habermas (1999). La inclusión del otro. Estudios sobre teoría política. Madrid: Paidós. 4. Axel Honneth (1997). La lucha por el Reconocimiento. Por una gramática moral de los conflictos sociales. Revisión de Gerard Vilar. Barcelona: Grijalbo Mondadori.

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