El escrito de Chiara Lubich “Una ciudad no basta” propone los cimientos más esenciales para comenzar a trabajar en la construcción de un mundo más justo, más humano y, sobre todo, universal. Las palabras de la fundadora del Movimiento de los Focolares son tan sencillas como directas, tan sensibles como incisivas, tan espirituales como terrenales.

Si quieres conquistar una ciudad al amor de Cristo,
si quieres transformar un país en Reino de Dios,
haz tus cálculos.
Busca amigos que tengan tus mismos sentimientos,
únete a ellos en nombre de Cristo
y pídeles que pospongan todo a Dios.
Después, haz un pacto con ellos:
prométanse amor perpetuo y constante,
a fin de que el Conquistador del mundo
esté siempre en medio de ustedes
y los conduzca,
para que, destruido su yo en el amor,
la Madre del Amor hermoso
los sostenga a cada paso, les enjugue cada lágrima,
les sonría en cada alegría.
Toma luego las medidas de la ciudad.
Busca al jefe espiritual de la misma.
Exponle tu plan, y si él no consiente,
no des ni un paso, pues lo estropearías todo.
Si él te aconseja y te ofrece normas,
acéptalas como mandato
y hazlas palabras de orden para ti y tus amigos.
Exprésale tu estima,
porque Cristo te lo ha ordenado,
y ofrécete a ayudarlo ─con tu aporte espiritual─
en su ardua misión.
Interésate después por los más miserables,
los andrajosos, los abandonados,
los huérfanos, los presos.
Sin dar tregua a la acción,
apresúrate con los tuyos a visitar a Cristo en ellos,
a confortarlos,
a revelarles que el amor de Dios está cerca
y vela por ellos.
Si alguien tiene hambre, llévale de comer,
y si está desnudo, llévale con qué vestirse.
Si no tienes ropa o alimentos,
pídeselos con fe al Padre Eterno,
porque los necesita su Hijo, Cristo,
a quien tú quieres servir en cada persona,
y Él te escuchará.
Cargado de bienes y de cosas, recorre las calles,
sube a las buhardillas, baja a los sótanos,
busca a Cristo en los lugares públicos y privados,
en las estaciones, en los caminos, en los barrios bajos,
y acarícialo, sobre todo, con tu sonrisa.
Después, prométele amor eterno.
Donde tú no puedas llegar, llegarán tus plegarias y tus dolores
unidos al Sacrificio del altar.
A nadie dejes solo
y no seas mezquino en las promesas,
porque vas en nombre del Omnipotente.
Mientras tú alegras al Señor en los hermanos,
Dios se ocupará de llenarte a ti y a tus compañeros
de dones celestiales.
Esto comuníquenselo entre ustedes,
a fin de que la luz no cese y el amor no se apague.
Si tu acción es decidida
y tu hablar está sazonado de sabiduría,
te seguirán muchos.
Divide a estas personas en varios grupos
para que con ellas puedas fermentar la ciudad
que quieres sembrar con el amor.
Y ve adelante.
Si los demás, al conocer tu vida
y al ver con sus propios ojos los frutos,
te piden que les hables, habla;
pero que la vitalidad de tus palabras sean las cosas
que has aprendido de la vida.
Ten presente en ellas
el pensamiento de la Iglesia y de la Sagrada Escritura,
donde tú y tus amigos habrán bebido
como de la primera fuente, segura, inagotable y eterna.
De modo que, si el Pastor habla,
ustedes sean su palabra viva.
Al aliviar, ayudar, iluminar
y dar alegría al que era el desecho de la sociedad,
has puesto los fundamentos
para el edificio de la nueva ciudad.
Entonces, reúne a los tuyos
y repíteles las bienaventuranzas
para que jamás pierdan el sentido de Cristo
y de sus predilecciones.
Luego, extiende la mirada y dile a cada uno
que cualquier prójimo,
rico o pobre, guapo o feo, capaz o no,
es Cristo que pasa junto a él.
Que tu ejército, el ejército de Jesús y de María,
esté a su servicio y que cada uno llore con quien llora,
goce con quien goza,
comparta penas y alegrías constantemente,
con todos los sacrificios, sin cesar jamás.
Intercala tu acción con la más profunda oración,
elevada por tu grupo en perfecta unidad,
a fin de que ─por Cristo─ se obtenga de esa ciudad la mayor gloria.
Y si la lucha cuesta,
has de saber que ése es el secreto del éxito
y que Aquel que te empuja ha pagado con su sangre.
Perdona y reza por quien te mira con malos ojos,
pues si no perdonas, no encontrarás misericordia.
Y si el dolor te aflige, canta:
“He aquí a mi Esposo,
a mi amigo, a mi hermano” (cf. Ct 5, 16),
a fin de que a la hora de la muerte
el Señor le diga a tu alma:
“Levántate, apresúrate, amiga mía, paloma mía, hermosa mía y ven” (Ct 2, 10).
Todo esto por una ciudad, hasta la victoria,
es decir, hasta que el bien venza al mal,
y Cristo, a través de nosotros, pueda repetir:
“He vencido al mundo” (Jn 16, 33).
Pero con un Dios que te visita todos los días, si quieres,
una ciudad es demasiado poco.
Él es el que ha hecho las estrellas,
el que guía los destinos de los siglos.
Ponte de acuerdo con Él y mira más lejos:
a tu patria, a la patria de todos, al mundo.
Y que cada aliento tuyo sea para eso,
para eso cada uno de tus gestos,
para eso tu reposo y tu camino.
Cuando llegues al más allá, verás lo que más vale
y encontrarás una recompensa proporcionada a tu amor.
Haz de tal modo que no tengas que arrepentirte,
en aquella hora, de haber amado demasiado poco.

Chiara Lubich

Una ciudad no basta
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