Las palabras de “El atractivo de nuestro tiempo” no dejan lugar a dudas: para construir una humanidad es imprescindible estar sumergido completamente en la sociedad. Esto es: empaparse de las alegrías, de los dolores, de los desafíos, de las tristezas. De la riqueza y de la pobreza. Ser uno más, pero sin negociar la luz de lo divino. Una luz que se refracta en lo más cotidiano. Tan cotidiano como el oficio de un carpintero o el de una ama de casa.
He aquí el gran atractivo
de nuestro tiempo:
sumirse en la más alta contemplación
y permanecer mezclado con todos,
hombre entre los hombres.
Diría más aún:
perderse en la muchedumbre
para informarla de lo divino,
como se empapa una migaja de pan en el vino.
Diría más aún:
hechos partícipes de los designios de Dios
sobre la humanidad,
trazar sobre la multitud estelas de luz
y, al mismo tiempo, compartir con el prójimo
la deshonra, el hambre, los golpes,
las breves alegrías.
Porque el atractivo de nuestro tiempo,
como el de todos los tiempos,
es lo más humano y lo más divino
que pueda pensarse:
Jesús y María,
El Verbo de Dios, hijo de un carpintero,
la Sede de la Sabiduría, ama de casa.
Chiara Lubich