La salud mental ha ganado protagonismo en diferentes ámbitos de la sociedad y es un tema que inquieta a todos, con millones de casos en todo el mundo. La importancia del acompañamiento y de darle la relevancia que merece.
Por José María López Jiménez (España)*
Desde la pandemia por el Covid-19 parece que hablar de salud mental está de moda. Se hace en los diversos medios de comunicación, en el trabajo, la calle, en los foros políticos. Salud mental, dos palabras asociadas, la segunda refuerza a la primera, porque en la salud ya está implícito lo psíquico, lo emocional, cuyo equilibrio y armonía con la biología y otros factores quizás nos aproximen a un estado de salud aceptable para cada persona.
A todos nos incumben los problemas de salud mental, ya sea porque, como dice la Organización Mundial de la Salud, una de cada cuatro personas a lo largo de su vida padecerá un trastorno mental, o porque convivimos o conocemos a personas que ya lo tienen. Anualmente, se cuentan por centenares de millones en todo el mundo. Además, afecta al doble de mujeres que de hombres.
Desde los procesos más leves y pasajeros a los graves y duraderos, siempre se acompaña de un sufrimiento propio, a veces tan intenso que no se puede explicar, es inefable, y que afecta e implica al entorno más próximo, la familia y los amigos.
Ansiedad, miedo, pérdida de ilusión, oír voces, delirios, alucinaciones, euforia desmedida, insomnio, incomunicación, anorexia, baja autoestima, hiperactividad, incomprensión, aislamiento, rechazo, la vida no tiene sentido… ¿Ponemos nombres a estas vivencias tan personales e incluso íntimas? Diversas clasificaciones internacionales las cuantifican en varios centenares: ansiedad, depresión, trastorno bipolar, esquizofrenia, trastornos del comportamiento alimentario, psicosis, trastornos del espectro autista, trastorno por déficit de atención e hiperactividad, trastorno de la conducta, trastorno obsesivo-compulsivo, trastorno por estrés postraumático… y cada una de ellas con sus variantes.
Pero los nombres auténticos son otros: Beatriz, Roberto, Isabel, Javier, Aurora, Luis… y Soledad, sí, mucha soledad.
Cuando se dan las circunstancias de un trastorno mental grave nos resulta difícil ponernos en la piel de estas personas sufrientes y de sus familiares. Quizás por ignorancia, por no saber qué hacer, cómo aproximarnos para ser útiles, pero sobre todo es por miedo. El miedo a la enfermedad mental, a la locura, es ancestral y nos sigue acompañando.
Afortunadamente, en muchos países del mundo –no en todos– ha cambiado la percepción sobre la enfermedad mental y se han dado pasos para no estigmatizar a las personas, reincorporarlos a la sociedad y respetar sus derechos humanos. Son pasos necesarios, pero todavía insuficientes. No se trata solo de que las administraciones pongan más medios materiales (centros, profesionales) o hagan normas y leyes específicas de salud mental. En mi opinión es necesaria una mirada nueva, distinta, sin miedos, de cada uno de nosotros sobre las personas con problemas de salud mental. No de la sociedad en general, sino individualmente.
Cada situación será distinta, naturalmente, pero saludarse amablemente, escuchar sin prisa, interesarse afectuosamente por sus cosas, forma parte de ese cambio de mirada que todos podemos intentar. Mi experiencia personal en ese sentido ha sido gratificante y de forma bidireccional.
Hace años que ha sonado la señal de alarma por el aumento de trastornos mentales en adolescentes, especialmente después de la pandemia de Covid-19. Jóvenes muy interconectados a las llamadas redes sociales, pero que se sienten muy solos. Y decimos que los jóvenes representan nuestro futuro.
Hablar de salud mental está de moda: personajes populares, deportistas famosos, políticos, cuentan sus experiencias; y está bien si ayuda a una mayor concienciación de la sociedad, porque abordar los problemas de salud mental no corresponde exclusivamente a los servicios sanitarios: psiquiatras, psicólogos, médicos de familia, enfermeras, terapeutas… También concierne a las escuelas y universidades, los centros de trabajo, el acceso a la vivienda, la administración de justicia, los servicios sociales o los medios de comunicación. Todo influye, tanto para prevenir los problemas, como para detectarlos y tratarlos antes.
Una moda, por definición, está en boga durante un tiempo. Es pasajera y da paso a otras. La salud mental no es pasajera, es intrínseca al ser humano, afecta a nuestras relaciones interpersonales, construye la sociedad. Por tanto, es una obligación y un reto de la sociedad en conjunto, a través de los instrumentos de que ya dispone, mejorar y aumentar la salud mental de todos y prevenir y tratar sus trastornos y enfermedades.
Al final del túnel hay luz, con la ayuda de una mano amiga •
*Médico de familia, ha trabajado 20 años en la Oficina Regional de Coordinación de Salud Mental de la Comunidad de Madrid.
**Esta nota pertenece originalmente a la revista LAR, editada por Ciudad Nueva España, en su edición N° 4 invierno 2024.


