La muerte de María Kodama – La partida de Kodama abre un interrogante frente al futuro de la obra literaria de Borges y sus derechos. Hasta ahora, ella había sido la defensora de las obras de su marido. Con aciertos y errores que le valieron tanto desencuentros como agradecimientos, siempre buscó mantener ajeno todo aquello que pudiera afectar la memoria del escritor.

por José María Poirier (Argentina)

La muerte de María Kodama a los 86 años, cuya enfermedad era un tema reservado a muy pocos íntimos, parece sumar algo de misterio a los cuentos fantásticos de Borges. ¿Quién podía imaginar este escenario? Una mujer tan implicada en el cuidado y la preservación de la obra literaria del gran escritor argentino, presidente y propietaria de la Fundación Internacional Jorge Luis Borges, creada el 24 de agosto de 1988, parece no haber dejado un testamento o instrucciones sobre el futuro de los derechos de la obra del poeta y narrador. Esto deja perplejos a muchos y aumenta la curiosidad periodística sobre el tema.

La sede de la institución, situada en Anchorena 1660, en Buenos Aires, linda con la casa en la cual vivió la familia Borges entre los años 1938 y 1943. Allí, el poeta escribió Las ruinas circulares.

La fundación alberga objetos que pertenecieron al escritor: su biblioteca, las primeras ediciones de sus libros y algunos manuscritos; su colección de bastones, cuadros, sus talismanes. Asimismo los premios, condecoraciones y diplomas recibidos. En el primer piso se recreó su dormitorio de la casa de la calle Maipú 994. También hay una hemeroteca que incluye una colección que va desde 1870 hasta 1970, con las primeras colaboraciones de los que fueron los grandes escritores del siglo veinte.

No faltan quienes observan que María Kodama se ganó, acaso innecesariamente, no pocos enemigos, que no supo buscar conciliaciones y tampoco rodearse de gente capaz con la que no simpatizaba. No consintió a la obra de Borges la completa dimensión que merecía ni permitió muchos de los estudios y las anotaciones que hubieran enriquecido las aproximaciones a los textos. Es cierto que también fue injustamente atacada y conoció en primera persona las opiniones de su marido sobre figuras emblemáticas, como algunos miembros de Sur y de los varios movimientos literarios. La indignación de Kodama frente a la figura de Adolfo Bioy Casares; su poco aprecio por Ernesto Sabato y otros, además de sus disputas con coleccionistas, jóvenes escritores e intérpretes varios, alimentaron las polémicas. Hubiera debido quizá tener en cuenta a Beatriz Sarlo y a Ricardo Piglia. Es comprensible, ciertamente, su indignación sobre ese olvidable cuento de Pablo Katchadjian, “El Aleph engordado”, pero quizá no había que gastar tanta pólvora en chimangos.

La obra literaria no sufre alteraciones y su fama se extiende universalmente año tras año. Pero por el momento nada se sabe sobre lo que sucederá con la compleja herencia. Kodama era una persona extremadamente discreta y ajena a toda especulación que pudiera afectar la memoria de Borges. De padre japonés y madre argentina de origen suizo-alemán y español, María siempre defendió su absoluta independencia frente a los múltiples requerimientos de quienes se sentían, de una u otra manera, usufructuarios de la literatura del original escritor.

Frente a todo esto, los lectores y amantes de la obra borgiana creen que poco cambia porque siempre estarán sus textos (en prosa y en verso) y sus múltiples traducciones para la admiración de numerosas generaciones que nunca acaban de descubrirlo y de quererlo.

En el prólogo a su última obra (Los conjurados), que Borges dicta desde Ginebra (“una de sus patrias”, según dice, sumando la ciudad suiza, donde había vivido en su adolescencia y juventud, a la oriunda patria rioplatense de Buenos Aires y Montevideo), escribe: “A nadie puede maravillar que el primero de los elementos, el fuego, no abunde en un libro de un hombre de ochenta y tantos años”. Y agrega: “Una reina, en la hora de su muerte, dice que es fuego y aire; yo suelo sentir que soy tierra, cansada tierra. Sigo, sin embargo, escribiendo. ¿Qué otra suerte me queda, qué otra hermosa suerte me queda?”.

Y para advertir a todos aquellos que se inquietaban por aquel poema escrito en determinadas circunstancias que comenzaba con duras palabras:

“He cometido el peor de los pecados / que un hombre puede cometer. No he sido / feliz. Que los glaciares del olvido / me arrastren y me pierdan, despiadados”, agrega el poeta:

“Al cabo de los años he observado que la belleza, como la felicidad, es frecuente. No pasa un día en que no estemos, un instante, en el paraíso. No hay poeta, por mediocre que sea, que no haya escrito el mejor verso de la literatura, pero también los más desdichados. La belleza no es privilegio de unos cuantos nombres ilustres. Sería muy raro que este libro, que abarca unas cuarenta composiciones, no atesorara una sola línea secreta, digna de acompañarte hasta el fin”.

Este libro, entre otros textos, lleva uno de los poemas más sorprendentes de Borges: “Cristo en la cruz”. Allí dice que no lo ve pero que seguirá buscándolo hasta el día último de sus pasos por la tierra. Un poema maravillosamente religioso, en el sentido más signado por su amado filósofo Baruch Spinoza.

Y en este libro hay una inscripción que conlleva la más explícita dedicatoria a María Kodama. Escribe:

“De usted es este libro, María Kodama. ¿Será preciso que le diga que esta inscripción comprende los crepúsculos, los ciervos de Nara, la noche que está sola y las populosas mañanas, las islas compartidas, los mares, los desiertos y los jardines, lo que pierde el olvido y lo que la memoria transforma, la alta voz del muecín, la muerte de Hawkwood, los libros y las láminas?

Y remata magistralmente, siempre tratándola de usted: “Solo podemos dar lo que ya hemos dado. Solo podemos dar lo que ya es del otro. En este libro están las cosas que siempre fueran suyas. ¡Qué misterio es una dedicatoria, una entrega de símbolos!” •

La custodia del legado de Borges
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