Considerar a la educación como un acto de amor y no solo como un acto de transmisión cultural nos abre a una perspectiva en la que la cercanía cumple un rol clave en el vínculo docente-estudiante.
Por Enrique García (Argentina)*
Isaac Newton, el célebre científico inglés, describe en su libro Principios matemáticos de la filosofía natural la ley de la gravitación universal, hito fundacional de la mecánica clásica. El enunciado original determina que la fuerza de atracción que experimentan dos cuerpos dotados de masa es directamente proporcional al producto de sus masas e inversamente proporcional al cuadrado de la distancia que los separa. A simple vista nos damos cuenta que cuanto mayor es la distancia, mayor es el cociente, y por tanto menor la fuerza de atracción. Si este extraordinario observador de la naturaleza hubiera aplicado sus habilidades para describir la relación docente-alumno en el acto pedagógico, seguramente hubiera puesto el ojo en dos cuestiones fundamentales: la reciprocidad de las personas relacionadas, que dicho sea de paso dependerá de la inteligencia espiritual de estas personas y por otro lado, la proximidad o cercanía de ambos. Dicha fuerza de atracción proporciona las condiciones necesarias para que el aprendizaje sea significativo. El acto educativo es fundamentalmente un acto de amor, no solamente un acto de trasmisión cultural.
El aporte de la psicología nos ha permitido conocer algunas precisiones más. Ya en 1940 John Bowlby comienza a publicar sus primeros trabajos sobre el relacionamiento de los niños, las madres y sus contextos, configurando así su conocida teoría del apego, que tanto aportó a la comprensión de las condiciones que favorecen al desarrollo de los niños. El núcleo fundamental de esta teoría es que las relaciones tempranas sólidas se basan en una necesidad primaria que no necesariamente es exclusivamente fisiológica. La propensión de los infantes a formar vínculos y la naturaleza de los mismos depende, además, del ambiente al que cada niño está expuesto.
Emanuel Levinas, en el siglo pasado, presenta una filosofía original que viene aportando a la comprensión de la estructura social y comunitaria. Sus observaciones clarifican un aspecto ético de la relación y un intento de develación del propio ser desde el otro. La idea es que el otro y su rostro cuestionan al ser al mismo tiempo que lo proyecta y lo retiene. La cuestión no es solo epistemológica. La filosofía de Levinas se caracteriza por el acceso al otro que se ofrece desde una mirada ética, incluso minimizando al “onto” para que su superioridad comprenda que se sujete en y desde el otro, con su mirada, voz, presencia, afección y felicidad. No somos capaces de ser por nosotros mismos sin el otro. Nuestro ser es esencialmente relacional.
Por su lado Martin Buber pensaba que la autorreflexión humana debe darse en la relación con otros hombres, porque es en esa relación que se da el entendimiento, es decir, el diálogo. Para Buber no existe un yo aislado, sino siempre en relación con el otro. El otro para Buber es el tú, que adquiere, según la forma de relación implementada, propiedades de tú (persona), de ello (mundo objetual) y de Tú (lo divino). En cualquier caso, el yo entra en relación con el tú y establece los tres tipos de relaciones anteriores, por lo que nunca está solo. Concebir el yo en solitario es concebirlo fuera de la historia, y eso para Buber no es posible. El yo-tú permite una relación mutua y directa por medio de la cual el yo se da al tú y viceversa. Esta experiencia ocurre en la medida en que se “penetra” en la esencia del otro y se crea una atmósfera de apertura y comunidad que resulta benéfica y transformadora. En cambio, en el yo-ello la distinción indica que la experiencia no es ni mutua ni directa; de hecho, se trata de una experiencia mediada, condicionada, donde el ello sólo puede dejarse experimentar sin participar de la experiencia, pues se cosifica y despersonaliza. Se cancela así la posibilidad de ser percibido como el yo, o sea, como persona o ser en su esencia.
Podríamos multiplicar otras expresiones en el mismo sentido, pero hasta aquí hemos expuesto algunas premisas que podríamos decir guardan cierta unidad de experiencias filosóficas. Ahora algunas aplicaciones que podrían dar fundamento a la pedagogía de la comunión.
La primera cuestión a mencionar es que la educación es un proceso de generación de relaciones orientadas al crecimiento con y junto al otro. Es decir, el ser humano crece y desarrolla su proyecto de vida desde sí mismo en relación con los demás. La interacción social permite el crecimiento y el desarrollo personal en las diferentes dimensiones de la vida —política, económica, espiritual, laboral e individual—. En este sentido, la educación, en su encargo de posibilitar las relaciones para que el individuo desarrolle sus capacidades junto al otro, debe responder a las expectativas de sentido que las personas le pretenden dar a sus experiencias, permitiendo la comprensión de nuevas concepciones sobre sí mismo y sobre el mundo, y viabilizando la vinculación a una comunidad determinada. Por lo tanto, aparte de dedicarse a la promoción de conocimientos y habilidades, es necesario reflexionar sobre cómo posibilitar relaciones y encuentros que impliquen un crecimiento en armonía con los otros y con la naturaleza.
Sin embargo y desde hace tiempo la escuela como el mundo viene siendo víctima de una cultura inmunitaria. De manera que el desafío hoy es con prisa y sin pausa corregir el rumbo que conspira con la comunidad.
Algunas ideas
Cultivar la confianza. Confianza en el proceso, confianza entre las personas, aún cuando cumplan distintos roles. La confianza mutua disipa las desigualdades fundadas en el poder.
Respetar las fuerzas de reserva de todas las personas involucradas en el proceso educativo. No maltratar los límites (propio de la agresión del idealismo). Si se maltrata los límites se maltrata la posibilidad de seguir progresando, se maltrata el proceso. Para quien conduce, en especial los docentes, es de sabio saberse mover entre la expresión de cariño y el poner los límites de corrección. Nunca un límite impuesto debe estar cerrado en sí mismo, sino que debe tener una apertura al horizonte del amor. Aún en los límites dolorosos debe buscarse que quien resulte limitado sienta –al menos implícitamente y en “esperanza”– el anuncio de algo mayor que un tope a su conducta, y que ahora no puede comprender. Corresponde a la calidez y al cariño dar este horizonte.
Si tuviéramos que privilegiar un área del conocimiento dentro del currículum, me atrevería orientar hacia una mayor dedicación a las competencias lingüísticas: comprensión lectora, expresión escrita, expresión oral. Existe en nuestro tiempo una tendencia que ciertamente es una ideología, que viene del mundo de los negocios. Se cree que para forjar el carácter de los niños y jóvenes hacen falta más las ciencias duras que las humanidades, sencillamente porque estas no sirven. Esta idea “utilitarista” de la cultura no hace más que crear personas más chatas, menos capaces de vivir en comunidad. No es que las matemáticas no aporten, ciertamente son hermosas, pero no deben descuidarse la literatura, la filosofía, lo que los ingleses llaman “humanities”.
Paradójicamente en nuestro país se están empezando a preocupar en los ministerios de educación por las emociones. Se han ingresado proyectos en las legislaturas provinciales para incorporar en los diseños curriculares prácticas para desarrollar el cuidado de las emociones. Por suerte se dieron cuenta luego de haber eliminado de los diseños curriculares espacios dedicados a filosofía, literatura, arte en general. Es apropiándose de las grandes historias donde los jóvenes desarrollan la empatía, la justicia, el cuidado por el otro •
* Presidente Fundación Charis Argentina

