La tradición para (nos)otros

Comunidad – Somos eso finalmente: un lodo fecundo de muchas tradiciones que son vivas, por eso nacen, crecen y mueren. Se transforman, pasan la posta, se resignifican. Habrá que pensar entonces la tradición como un baluarte simbólico donde encontremos la significación de la existencia como humanos y como comunidades, pero que sirva sobre todo para entablar un diálogo.

Por Domingo Ighina (Argentina)*

Para la Academia Española de la lengua en su diccionario (DRAE), tradición es transmisión de noticias, literatura, doctrinas, costumbres, de generación en generación. Bien, o mal, mirada la tradición es casi el mecanismo privilegiado de reproducción de una cultura. Si un grupo humano resulta cohesionado alrededor de una lengua, de costumbres o ideas, debe sostener esa situación mediante la trasmisión generacional. Por eso la tradición es trasmisión, comunicación, algo que se comparte. Pero es notable que a lo largo de las historias de las diversas civilizaciones eso que se comparte tiende a ser igual a sí mismo. Mejor: algunos de las mujeres y hombres que son trasmisores de esos saberes los organizan, los clasifican y los cosifican. Crean instituciones guardianas de los legados (escuelas, museos, bibliotecas, asociaciones folklóricas), escriben libros que los parametran, seleccionan memorias que vuelven homogéneos los hilos múltiples de la tradición. La vida bullente se encauza. A veces eso da vigor a esa vida de cultura comunicada, a veces sus matices se pierden, a veces se ahoga lo porvenir.

Desde que la socialidad de los hombres se definió mayoritariamente por la idea de nación, o más bien de estado-nación, la tradición ya no fue un tesoro compartido o mezquinado por una comunidad sin más, sino por una organización capaz de controlar casi todo mecanismo de reproducción cultural desde una matriz que estandariza toda lengua, toda costumbre, toda doctrina, toda literatura.

Luis Villoro, filósofo mexicano, escribió en 1998 Estado plural, pluralidad de culturas. Allí propuso que para definir contemporáneamente un concepto tan lábil como el de nación debían atenderse estos cuatro puntos: 1) comunidad de cultura; 2) conciencia de pertenencia; 3) proyecto común y 4) relación con un territorio.

Los primeros dos puntos (de más énfasis en países que se consideran “antiguos” como los europeos o muchos de los asiáticos, mientras que los dos segundos puntos son impronta en mayor medida en las naciones “nuevas” como las americanas) parecen relacionarse directamente con el tema de la tradición, según la definición del DRAE. Porque una comunidad de cultura exige poder distinguir lo considerado propio entre las superposiciones, influencias recíprocas y demarcaciones, legados casi siempre compartidos con distintos grupos. Por eso se opera una selección sobre los contenidos y formas a trasmitir; se busca una “forma de vida compartida, esto es una manera de ver, sentir y actuar en el mundo” (Villoro). Quienes participan de esta comunidad de tradición concuerdan en creencias básicas muchas veces suficientes para dar una cohesión tal que nos pensamos parte de una nación, aunque no nos veamos nunca, ni habitemos la misma ciudad e incluso seamos de tiempos históricos distintos. Si a esto sumamos una pretensión de origen común, agregamos la idea de “conciencia de pertenencia”. Eso implica que mi historia familiar o local sea parte de algo más amplio, que abarque a mis vecinos y a mis paisanos. Usos y costumbres de un grupo serán ofrecidos como de todos y comunidad de referencia se ampliará hasta que una conciencia otra ponga un límite.

Pero seríamos no solo ingenuos sino cómplices de una injusticia, si no aceptáramos que estas comunidad y conciencia no son sino resultados, también, de ejercicios de violencia incesante. Para imponer el castellano en América, o el inglés o el portugués o el francés, hubo que minorizar, y muchas veces eliminar, multitud de lenguas vernáculas. Y eso se hizo con sangre no pocas veces (recuérdese el triste dicho: “la letra con sangre entra”). Si bien en la Colonia muchas lenguas prehispánicas sobrevivieron e incluso se expandieron geográficamente (como el quichua en Argentina), o son el habla cotidiana de una nación (como el guaraní de Paraguay), nunca fueron consideradas iguales a las de los colonizadores. Y en el siglo XXI esto no hace más que empeorar. Lo que sucede con las lenguas pasa con casi todo aquello que compone la definición básica de tradición. En lo transmitido hay jerarquizaciones que disponen de las prácticas culturales de modo tal que algunas son valoradas positivamente y otras menospreciadas. Veamos un caso.

Juan Alfonso Carrizo (1895-1957) fue uno de los artífices de la llamada tradición argentina. Maestro rural de la provincia de Catamarca, se dispuso a rescatar de una muerte que se avizoraba pronta el inmenso conjunto de romances, coplas, glosas y poemas que componía la poesía popular del Noroeste argentino. Cinco voluminosos Cancioneros populares, uno por cada provincia del norte, componen su obra colosal. Encuentra allí material precioso, diverso, rico y tradicional puesto que demuestra que ese tesoro es la trasmisión de la poesía española del Siglo de Oro en estas latitudes australes. Pero al mismo tiempo rechaza la décima popular del Martín Fierro porque se trata de un cantar matonesco y de borrachos, casi como lo decía el escritor Jorge Luis Borges. A la luz del día se veía entonces la operación sobre la tradición: si refuerza mi idea de comunidad de cultura y de pertenencia (por ejemplo, el hispanismo de Carrizo), vale; si habla de las desgracias y soledades de vagos y malentretenidos (el canto de Martín Fierro y la gauchesca en general), no son dignos de tradición. Pero, por otra parte, en Argentina el Día de la Tradición se conmemora el 10 de noviembre, día de la muerte de José Hernández, autor del poema épico del gaucho Martín Fierro, de su amigo Cruz, de sus hijos y de la tristeza de un pueblo perseguido. ¿Quién define entonces la tradición? ¿Quién la modela y la ordena? ¿Los grupos letrados? ¿El Estado? ¿El mercado? Todos estos actores son partícipes activos, pero ninguno puede determinar por sí mismo qué es la tradición, porque el sentido último de cada rasgo de cultura trasmitido lo aporta el pueblo, esa heteróclita comunidad que ha decidido compartir un destino común. Por eso la tradición no es meramente la trasmisión. Es creación constante de sentidos en la memoria y los cuerpos de quienes deciden ser sujetos culturales de sus propias culturas.  

No se alcanzaría a dimensionar con inteligencia la magnitud de lo que hablamos si ignoramos que la tradición es también una disputa (a veces en sordina) sobre cómo y qué trasmitimos a nuestros coetáneos y a las nuevas generaciones. Una buena remembranza es recordar que estamos hechos de memorias diversas y conflictuadas. En el caso de las mujeres y hombres del Cono Sur compartimos tradiciones indoamericanas, africanas y europeas e incluso asiáticas. Todos diversos dentro de sí y mezclados en el mismo lodo americano. Y somos eso finalmente: un lodo fecundo de muchas tradiciones que son vivas, por eso nacen, crecen y mueren. Se transforman, pasan la posta, se resignifican. El gaucho en el siglo XVIII era considerado por los viajeros y cronistas como un mestizo vago y toda su tradición era casi salvajismo; en el XIX era para muchos poetas, ensayistas y políticos un paisano levantisco, guerrero y orgulloso, pero bárbaro. Pero también ya algunos otros vieron en ese habitante de la pampa rioplatense un sujeto recio, simple pero orgulloso, el fundamento de un país que nacía. Ya en el siglo XX el gaucho fue para la mayoría un tipo humano casi desaparecido pero que se recuperó para forjar identidades nacionales o regionales que aún persisten. De ladrón a héroe nacional. El recorrido de la visión sobre el gaucho es una muestra de la trasmisión cultural, de sus luchas y disputas y de los conflictos presentes.

Habrá que pensar entonces la tradición, siguiendo al filósofo Rodolfo Kusch (1922-1979) como un baluarte simbólico donde encontremos la significación de la existencia como humanos y como comunidades, pero que sirva sobre todo para entablar un diálogo. La tradición será la voluta que sale de la boca de los pueblos que hablan con otros pueblos. Que se nombran a sí mismos mediante sus costumbres más singulares e íntimas. Que ofrecen su memoria que los distingue como signo de afirmación. Y esa voluta será correspondida con otras tantas maravillas de los otros y el diálogo será una develación también de ellos, de nos y de los otros, de nosotros. La tradición así entendida será el gesto de las muchedumbres heterogéneas que buscan ser comunidad y mostrará lo que está, lo que venimos siendo, sin ignorar el conflicto pero con la certeza de que cada trasmisión de esos retazos de vida hace fraternidad •

*El autor es Doctor en Letras y Profesor de Pensamiento Latinoamericano por la Universidad Nacional de Córdoba.

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2 comentarios en «La tradición para (nos)otros»

  1. Gracias CN por mandar los artículos de la revista en «gotas» que me ayudan a profundizar los, ya que de golpe no logro leer todo, en el «nuevo formato», pero uds.me ayudan a dar vuelta las páginas y llegar al final!! Cada cosa,toda amor!

  2. Muy lindo escrito, y completo. Como Médico Rural, tuve que aprender a crear comunidad con descendientes de pueblos originarios, con árabes, y gente de otras provincias, que diversas razones vivieron en el pueblo donde estuve. Y formarme y enriquecerme sin perder mis raíces. Me dí cuenta de la riqueza que es encontrarse con gente tan diversa, y que te expande la cabeza y el corazón. Me hizo más humano, y fortaleció el arraigo a mis raíces. Porque si sé quién soy, puedo darme y recibir al otro, en su integridad más profunda. Y dialogar.

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