De la vida cotidiana – Cuando el prójimo golpea la puerta.
Recogido por la redacción
Se presentó en mi casa un joven de unos 28 a 30 años, con el ofrecimiento de sacar unos yuyos que había en la acequia. Si bien me aclaró que era la primera vez que haría este tipo de tarea, convenimos un precio para ese trabajo, que pudiera ayudarlo en su situación. Y me aclaró que su fuerte era la pintura de casas.
Como tenía algo de pintura preparada para las rejas del frente y para los aleros de la casa, también le propuse esa tarea. Una vez finalizado el trabajo en la acequia, decidimos que regresaría en dos días para continuar con la pintura.
A partir de allí, se estableció un diálogo. El joven contó acerca de su familia: sus padres estaban separados y él había elegido irse a vivir con su abuela paterna, con quien había vivido durante varios años, hasta que la mujer falleció. Tras ese desenlace, debió dejar la casa y se mudó a lo de unos compañeros de trabajo, quienes le habían prestado un lugar para quedarse.
Casi al finalizar las tareas en mi casa, me pidió permiso para guardar un bolso con su ropa. Como ya no compartía el trabajo con aquellos compañeros, también había tenido que dejar esa vivienda. Le había pedido ayuda a su madre, que se negó, porque el joven había elegido, antes, a su abuela paterna. Por otra parte, su abuela materna también lo había rechazado por temor a que su hija se enojase.
El día que trajo el bolso a casa había amenaza de lluvia. Ante mi consulta sobre dónde pasaría la noche, me contestó que iría a la plaza: “Hay espectáculos, además, una noche se pasa de cualquier manera”.
Se estaba por retirar de mi casa cuando empezó a llover y, ante mi inmediata pregunta sobre qué iba a hacer, su escueta respuesta fue: “No sé”.
Me pregunté internamente qué hacer y hablé con Jesús: “Si fueran mis sobrinos los que estuvieran en una situación semejante, ¿qué harían? Tengo miedo. Vivo sola y estoy acostumbrada a estar sola. ¿Qué hago, Señor?”.
Sin pensarlo mucho, dije al muchacho: “Tengo otra habitación con dos camas, pero necesito que me entiendas. Puedo ofrecerte quedarte en mi casa, pero te voy a llevar un colchón al garage, con sábanas y una colcha, por si hace frío”. Enseguida me lo agradeció y me pidió: “Quisiera que le colocara llave a la puerta que comunica el garage con la casa”. Sus palabras fueron las que yo estaba pensando, pero que no me animaba a pronunciar. Y, la verdad, me alivió que surgieran de él.
Luego de armar el colchón, se hizo la hora en la que habitualmente rezo el Rosario con mis amigas, a través del celular. Y el joven se sentó junto a mí para sumarse al rezo. Una vez terminado, le preparé algo de cenar y se fue a dormir, como habíamos convenido.
Al día siguiente, lo arrimé a un centro en el que asisten a personas que no tienen dónde pasar las noches, ya que me había dicho que allí tenía un amigo. Como no lo encontramos, nos dirigimos a otro lugar, donde le dieron un par de zapatillas (tenía unas chinelas y estaba fresco) y una campera. No quería quedarse a esperar al encargado, así que lo llevé nuevamente al primer sitio al que habíamos ido, donde, finalmente, encontró a su amigo y se quedó.
Cuando pasó por casa, una semana después, para buscar su bolso, le pedí que me prometiera que no iba a consumir drogas ni alcohol. Me dijo que no me defraudaría, me abrazó, me dio un beso y me agradeció todo lo que había hecho por él.
Me emocioné. Lo vi más seguro y cambiado. Le pedí que se organizara para trabajar y estudiar, que el estudio lo llevaría por un camino seguro. “Que Dios te bendiga y te cuide”, le dije, cuando me despedí.
por Mirta Gauna (Mendoza, Argentina)